Agazapadas fuman las castañuelas;
en los jardines armónicos del refugio, fonetistas
corren y emergen, hongos del calambre humorístico.
El yodo mundificativo estremece, oblicuo, desconcertante,
como vientos que carcomen la densa fantasía orgánica.
La llovizna multiplica, cultiva, multiplica acuarios pioneros de
rugosidades y no cesa de anochecer, y no cesa de anochecer...
Las pipas calientan sus manos tridentinas en las
colillas del resquicio que despide, corpulento, inmenso, tosco,
el bisonte acaudalado,
y unos torpedos humildes cantan discretamente sobre un triciclo inútil.
Una incontenible ola gaseosa, una incontenible marea ambarina
envolviéndome con sus silbidos fragmentados,
envolviéndome con sus alas de inercias agotadas
cayendo de cabeza contra la orilla, y recogiendo su revoloteo protector.
Morando en esferas, los oblicuos esqueletos, cenicientos, nocturnos rincones,
—cuadriculada, cuadriculada ilustración de los primeros temores—,
los arácnidos sillones condensan el sentido del universo escribiendo
décimas en el aire.
Ivette Mendoza Fajardo