Su amor era un mapa sin fronteras,
un territorio inexplorado donde el viento llevaba su nombre.
Cada latido, una brújula temblando en el pecho,
y en sus ojos, la promesa de horizontes infinitos.
Él llegó como lluvia en tierra sedienta,
despertando en su piel la memoria del agua.
Sus palabras, ríos que esculpían montañas en su alma,
cada caricia, un camino trazado con la tinta del deseo.
Amarlo era caminar descalza sobre arenas movedizas,
sintiendo cómo el corazón se hundía y flotaba al mismo tiempo.
Era el vértigo de mirar al abismo y descubrir
que las alas no solo son para volar,
sino para caer juntos sin miedo.
Su voz era el eco de un faro en la niebla,
una guía en medio de la incertidumbre.
Pero también, el silencio entre las olas,
donde ella aprendió que el amor no siempre grita,
a veces susurra,
a veces tiembla.
En sus brazos descubrió que la piel no es solo frontera,
sino puente entre dos mundos que se encuentran.
Cada roce era un poema escrito en braille,
una historia que solo sus cuerpos podían leer.
Y cuando la distancia se convirtió en sombra,
su amor no desapareció,
solo cambió de forma:
de presencia a recuerdo,
de palabra a suspiro,
de cuerpo a memoria.
Porque amar, entendió,
no es solo compartir el mismo espacio,
sino habitar el corazón del otro,
aunque el tiempo y la vida intenten construir muros.
Ella no solo lo amó,
lo convirtió en paisaje interno,
en constelación que guía sus noches,
en la brújula que, aún perdida,
siempre apunta hacia él.
MAQUIAVELICA