Leónidas y los 300
Se alzó la aurora en las Termópilas,
donde el valor quebró mil fórmulas.
Leónidas, rey de voz ardiente,
forjó su fe con sangre valiente.
Jerjes, el dios de oro y vanidad,
soñó someter la humanidad.
“Ríndete”, dijo su voz sombría,
mas el espartano se reía.
“Un dios no manda a un corazón
que late al ritmo de su unión.
Con lanzas firmes y escudos fieles,
haremos trizas tus laureles.”
Como relámpagos brillaron
las espadas que se alzaron.
Mil enemigos arrodillados,
ante 300 inmortalizados.
“No temo al filo ni al abismo,
pues mi destino es heroísmo.
Molón Labé, ven y arrebata
si es que tu furia nos mata.”
Cayeron hombres, nunca el honor,
pues su coraje fue el fervor
que ni la muerte ha doblegado:
Leónidas vive en lo elevado.
Leónidas: El Rugido de los 300
Se alzó el alba sobre las Termópilas,
y con ella, el nombre de un rey que desafió al infinito.
Leónidas, forjado en llamas y hierro,
vistió su coraza de honor y desafío,
y con solo 300, abrazó la eternidad.
Ante él, Jerjes, un dios de barro y oro,
un tirano que soñaba con doblegar al mundo.
“Ríndete”, susurró el viento traidor de Persia,
pero Leónidas solo sonrió,
porque un espartano no se arrodilla,
ni ante hombres, ni ante dioses.
Las lanzas eran sus plegarias,
los escudos, su fe.
Cada espada que se alzaba en sus manos
era un relámpago que rasgaba la oscuridad.
Y en cada latido, el eco de Esparta retumbaba:
“Con tu escudo o sobre él”.
El mar de enemigos rugía como mil tormentas,
pero en el paso estrecho, el valor fue su baluarte.
Uno a uno cayeron, pero nunca fueron vencidos,
porque la muerte, ante ellos, no era derrota,
sino un pacto de inmortalidad.
Leónidas no murió aquel día,
se fundió en la leyenda,
y su grito aún quema en la memoria:
“Molón Labé” — ven y tómalas—,
sus armas, su alma, su libertad.
Jerjes, con todo su imperio,
nunca conquistó su espíritu.
Porque el hombre que enfrenta a un dios
y sonríe al hacerlo,
ya ha ganado la gloria eterna.
Leónidas, el que desafió al olvido
No fue el filo de su espada lo que temieron, sino el filo de su convicción. Mientras el mundo se doblaba ante la sombra de un dios que coleccionaba imperios, él, solo él, se atrevió a decir no. No con palabras, porque las palabras se disuelven en el viento, sino con una mirada que pesaba más que un ejército.
Leónidas no llevó al campo de batalla soldados, llevó llamas disfrazadas de hombres. Trescientos incendios que ardieron sin pedir permiso, que se negaron a ser ceniza. No marcharon hacia la muerte; la muerte, confundida, marchó hacia ellos y, al llegar, supo que no podría llevárselos del todo.
Porque ¿Cómo se entierra al que ya se hizo eterno? ¿Cómo se vence al que nunca temió perder? Leónidas no luchó contra Jerjes. Sería simple decirlo así. Leónidas luchó contra el olvido, contra la complacencia, contra esa sed silenciosa de los hombres que aceptan las cadenas si son doradas.
Y mientras el dios persa desplegaba su manto de arrogancia, Leónidas sonreía. No porque ignorara su destino, sino porque lo abrazaba. Sabía que la gloria no vive en la victoria, sino en la forma en que uno enfrenta la derrota.
Jerjes tenía legiones; Leónidas tenía fuego. Jerjes tenía poder; Leónidas, libertad. Jerjes tenía el mundo; Leónidas tenía algo mejor: a sí mismo. Y en ese rincón estrecho donde el acero cantó su último verso, Leónidas no murió. Se multiplicó en cada eco, en cada viento, en cada sueño de aquellos que entienden que rendirse nunca es una opción.
Porque Leónidas no fue un hombre, fue un principio. Y los principios no mueren, solo esperan.
Loizz M.a.M. “Karonte”