Carolina Varela López

Balada

Las palabras cual alondras lastimadas

se amotinaron, venían en estampida

a acrisolar los soles que te nombraban.

 

¡Ah, la conspiración de alas de saltamontes

para desnudar la cosecha!

¡Ay, mi contemplación absorbida 

por los poros de este laberinto!

 

Para cada fisura una sed,

un grillo terco en el insomnio,

un muro erigido en los espejos

empañados de los ojos

que no viste por el aturdimiento

del verbo no conjugado.

 

Cuando el dolor acecha:

es canto tribal el alarido,

la neblina desdibuja en el puente los pasos,

el tambor es del ocaso,

y el péndulo danza en la espera

como se enredan las colas de las cometas.

 

No eleves los pañuelos del desamparo,

que he de estirar los brazos

en tu cajita de música.

Todavía el pozo, en la noche

murmura la luz de una estrella,

amarra su titilar en la entraña,

hala su halo en la memoria de la piel.

 

¿Cuánto prado palidece en las riberas del río?

¡Ah, los humedales que fenecen

sin la sombra del arrebol!

¡Ay de los alcatraces vendados

que no hallaron su presa!

 

La osadía fue cómplice en el estuario,

coreaban las salicornias en la marisma,

el amanecer rasgaba su vestido de ébano

para la entrada del crepúsculo,

y no fue la algarabía de los pelícanos

sino la ola que rompió el silencio de la roca.

 

¿Qué golpe ha venido a mí para removerme?

Al unísono la parvada de golondrinas

pintan la hierba de los cielos con carboncillo.

 

Y si resbalo en el zumo de las toronjas:

hay una endecha en el acantilado,

un alga sin clorofila.

 

¿Serás ácido que junta agua y aceite?

Dame el limón para volverlo mermelada,

que la madrugada mezcla 

licor de arándanos

con almíbar de duraznos.

 

¿Dónde la mordedura de las hienas,

dónde los abrojos de la amargura?

 

Amasa este corazón sin levadura

con las gotitas de los jazmines,

las cicatrices se desvanecen

al tacto con los ungüentos;

préndeme de tus ramajes

como el colibrí toma el brebaje

de heliconias anaranjadas.

 

¿Recuerdas los jardines que caminamos?

Hubo un arco que se asió de guirnaldas,

y la paz estuvo en tus manos,

en las palomas que desprendían el fuego

-una cascada silenciosa nacía

en el fulgor de las dunas-.

 

¿Desertarás en la hora de la locura?

-Sobria es la senda en la perplejidad-

entonces, apresura mi encuentro

en el epicentro de tu temblor,

que no concibo mi arpegio

sin tañer las cuerdas del arpa,

y en mi balada tú añades

a la escala de los bemoles

la levedad de las mariposas.