Responder te quiero
a uno anterior es sucumbir,
como un rendir de armas
ante un fiero asedio, sí,
como un castillo de naipes
que se demorona con el leve
tocar de una de sus piezas clave,
cualquiera de aquellas que forman
el cimiento de ese amor que nace,
que va empezando a florecer
cual primavera temprana, a destiempo,
como esta dentro de la que escribo,
ahora, de la que es tributaria la luz
que por mi ventana funge de flexo,
cual ese que de estudiante se erigía
sobre mi entonces escritorio, distinto,
diverso al que ahora acoge mis antebrazos
y me da lecho, apoyo, sustento lígnico.
Responder te quiero a un te quiero
previo es —si así la circunstancia lo dicta—
un sumergirse en una incertidumbre,
y con ella en el miedo que apareja, que hiela
al menos un trozo de un corazón que arde,
y lo deshereda de la ilusión que lo rellena
en ese preciso instante, en el levitar súbito
que ese pensar significa, y te devuelve frío
a una realidad que no quieres pero que manda.
Decir seguidamente un te quiero a otro
es desnudarse ante una intemperie
que se desconcoce, pero de la que se confía
calidez y sosiego sin más asidero que la necesidad
de que todo sea mar en calma, y sin más motor
que el pensar que el amor no puede conducirnos
a nada malo, por definición etimológica.
Seré valiente y diré, responderé, y haré seguir
a mi voz un te quiero de otro anterior, y me abriré
en canal vendiendo mis entrañas a la mejor postora.
Pues eso...