Fue tremendo...
Todos los vecinos salieron
por sus respectivas ventanas
pidiendo auxilio; el volcán, fiero
como un tigre, rugía en el aire
levantando la carrera desesperada
de hasta los cojos y Marcela, serena,
escondida en la cóncava paz que halló
en el hueco de una escalera, esperaba,
sin esperanza, que el volcán se deshao
gara para salir a rescatar lo poco que,
a buen seguro, quedara de sus pertenencias.
La altura de la ceniza alcanzaba ya
de media los diez centímetros y el aire,
de un sulfúrico excesivo, quemaba irremiso
todo el árbol respiratorio que cerca del corazón
se desplegaba en cada uno de los seres humanos,
desgraciados hasta la médula, que morían
asfixiados a los pocos segundos de intentar
un fustrado salvamento, a uña de caballo, como
si el diablo los persiguiera...
Marcela —no sé si sobrevivió o no, le perdí
el rastro nada más tronó el aire por primera vez—,
ojalá, pueda contarlo a sus hijos, nietos, bisnietos...
Yo no pude, no tuve la fortuna.
Tremendo, sí, como si un dios desairado abroncara
a toda su grey en plena eucaristía.