El café está bueno,
me estoy haciendo adicto,
—o quizá ya lo estaba—
mañanero solo —de tarde
no me llama, lo tengo bien
acostumbrado, cual perro
que se educa bien—, con una
tostada de mantequilla tostada
en un grill —albertadas— y sobre
la que esa sustancia amarilla
clara, derivada de la leche, reina
con una abundancia no sé si reco
mendable —de algo hay que morir,
no—.
El café sigue estando bueno —como
en la frase de arranque de esto— y me
gusta dejarme llevar sin que el tiempo
pese, como si no pasara, como si el reloj
no se hubiese inventado todavía, como
si ese sol que se ve arriba estuviera pinta
do sobre un lienzo invisible, sol de dos
dimensiones sin posibilidad de traslación
por ningún planeta imaginable o imaginario
—como el mío—, y que mi naturaleza —sea
la que fuere (me ocurre como a Emily D.)—
trace un cauce y discurra como río caudaloso,
rellenado de una sustancia quizá no acuosa,
una que no sea absorvida jamás por légamo
alguno, una que no se seque por el rigor fiero
de un sol de verano que establezca su ley.
El café estaba bueno —ya no descansa por dentro
de ese vaso metálico que lleva mi nombre impreso—
y mancha de un color escatológico el blanco
inmaculado de esa taza que, tras publicar esto,
será sometida al rigor del jabón y el agua combinados.
El jueves más —eso tengo planeado—.