JUSTO ALDÚ

EL CUIDADOR (Relato)

Al amanecer, cuando la ciudad apenas despierta, Gregorio ya ha comenzado su jornada. Camina por los pasillos de hospitales y residencias, donde el tiempo parece suspendido entre susurros y respiraciones pausadas. No es médico ni enfermero, pero su labor es tan crucial como la de ellos: es un cuidador, el último apoyo de aquellos que se preparan para despedirse.

Desde hace años, Gregorio acompaña a personas en sus últimos momentos, siendo testigo de historias de vida que se desvanecen como cenizas en el viento. Algunos lo comparan con José Gregorio Hernández, el médico de los pobres, aquel que ofreció consuelo a los enfermos con la misma devoción con la que él lo hace. Sin embargo, Gregorio sabe que su labor va más allá del simple acto de cuidar; es una batalla constante contra la indiferencia de una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado cuando la fragilidad humana se hace evidente.

La mayoría de las personas a las que cuida han sido olvidadas. Sus familiares rara vez aparecen, y cuando lo hacen, su visita se reduce a minutos, con la prisa de quien cumple una obligación incómoda. En cambio, Gregorio está ahí siempre: sosteniendo una mano temblorosa, humedeciendo labios resecos, escuchando historias repetidas que, para él, nunca pierden valor. Él entiende que, en la última etapa de la vida, lo único que queda es la presencia.

A lo largo de los años, ha aprendido a leer las miradas, a comprender el silencio. Sabe cuándo alguien está listo para partir y cuándo alguien aún se aferra a un último vestigio de esperanza. Sin embargo, su trabajo tiene un costo: las noches en vela, la tristeza acumulada, el peso de tantas despedidas. A veces se pregunta si es posible vaciar el alma sin perderse en el proceso.

En un mundo que glorifica la juventud y la productividad, Gregorio ha elegido estar al lado de quienes ya no pueden aportar al sistema, de aquellos que han dejado de ser visibles. Y aunque su labor no tiene reconocimiento, aunque la sociedad no lo vea como un héroe, él sigue adelante, impulsado por una convicción que va más allá del deber.

Esa mañana, mientras sostiene la mano de una anciana que murmura su último adiós, Gregorio siente el mismo escalofrío de siempre. No importa cuántas veces lo haya vivido, nunca deja de conmoverlo. Suspira, cierra los ojos un instante y, cuando los abre, ya está listo para seguir. Porque alguien más lo necesita. Porque en una sociedad que olvida, él ha elegido recordar.

Porque, al final, ser cuidador es más que un oficio: es una forma de amor que pocos comprenden.

 

JUSTO ALDÚ

Panameño

Derechos reservados / febrero 2025