El anhelo germina en el umbral de la idea,
como un suspiro corto,
un sueño con destino a saber dónde.
Querer el sol que nunca llega,
una idea que no se expande,
y que se queda flotando entre dos vidas:
la real y la que nunca nacerá.
El antojo rompe las fronteras
de un horizonte que nos encadena.
Querer lo que no se puede,
lo que está lejos,
lo que es otro cuerpo
y no es de nadie,
y rompe la esperanza,
la cara que no se acaricia.
El ansia se convierte en miedo
cuando toca el límite de lo prohibido,
al enredarse en el alma
con sentimientos que ahogan,
y entonces la mente es un laberinto
sin salida,
donde cada paso se acerca al abismo
y se aleja del camino de la calma.
Grita a lo lejos
para que alguien lo escuche
en un espacio donde no existe
la distancia. Pero las palabras
se quedan atrapadas
en las puertas cerradas de la razón.
Así, el deseo se convierte en fobia,
un fuego que consume,
un cuerpo que ya no sabe
si está ardiendo de gozo,
o se está extinguiendo
como un fuego devorado por su ceniza.
José Antonio Artés