Samantha, forjada en las llamas de un infierno interior,
habita un reino donde la libertad es un espejismo
y cada barrote es la sombra de una ilusión.
Le aseguran su singularidad como un eco vacío,
pero en el abismo de su ser, regresa siempre a la penumbra,
furtiva, como un ladrón que se despoja de sus propias verdades.
¿Qué destino aguarda a las almas cinceladas en fuego,
que se alimentan del fulgor efímero de la belleza
y se veneran en altares de deseo inconstante?
Su hermosura se alza como un faro, un prisma
que refracta anhelos imposibles, pero su esencia es frágil—
tan tenue como el cristal al amanecer,
capaz de quebrarse al primer roce del tiempo.
En el instante en que el reflejo se deshace,
cuando un brazo se disuelve en la penumbra
y el rostro se fragmenta en cenizas del olvido,
la epopeya de la admiración se vuelve una paradoja:
el poder de ser deseada se revela como un sueño perecedero,
una contradicción sublime entre la exaltación y la ruina.
Y en esa contradicción, mi voz se vuelve confesión:
no es la vanidad la que impera, sino la fragilidad misma
de lo que anhelamos y de lo que nos define.
Cada latido es un verso de rebelión contra la inexorabilidad
de la decadencia, cada suspiro, un pacto secreto
para transformar la transitoriedad en eternidad.
Así, en el eco de lo perdido—en el espejo roto del deseo—
descubro que la verdadera fuerza no reside en la perfección,
sino en la capacidad de abrazar la dualidad:
la libertad que nace de la prisión de lo efímero,
la luz que se forja en la sombra,
y un final, tan enigmático como la aurora,
que desafía al olvido y convierte cada herida
en la semilla de un poema inmortal