En los rincones más convulsos de América Latina, la historia parece un carrusel interminable donde los protagonistas cambian de rostro, pero no de esencia. Gobiernos populistas, ya sean de izquierda, de derecha o dictaduras, se suceden con promesas de redención nacional mientras perpetúan los mismos vicios que han condenado a la región a un ciclo de inestabilidad. El espejismo de cambio se desvanece rápidamente cuando las nuevas administraciones se tornan en meras versiones recicladas de las anteriores.
El populismo se alimenta del desencanto popular, ofreciendo soluciones simplistas a problemas complejos. El discurso mesiánico que exalta la voluntad del pueblo y demoniza al enemigo (sea la oligarquía, el imperialismo, los migrantes o los empresarios) es una herramienta recurrente. Sin embargo, bajo el manto de la \"justicia social\" o la \"soberanía nacional\", los líderes populistas a menudo se dedican a centralizar el poder, debilitar las instituciones y perpetuarse en el gobierno. No importa si el régimen se tiñe de rojo o de azul; el patrón se repite con alarmante consistencia.
La socialdemocracia se plantea como una alternativa viable a este ciclo destructivo. Un sistema que equilibra el respeto a la propiedad privada con la atención a los problemas sociales es fundamental para construir sociedades más justas y estables. No se trata de un modelo perfecto, pero al menos ofrece un marco donde el progreso económico y la equidad pueden coexistir sin que el Estado se convierta en un ente todopoderoso o, por el contrario, en un espectador inerte ante las desigualdades. Indudablemente tiene sus críticos y hasta detractores, por lo que tampoco puedo afirmar como axiomático este sistema.
El dilema se agudiza cuando el líder de turno demuestra ser un sociópata con un ego desmedido. En este punto, la ideología pasa a segundo plano y el país entero queda a merced de una personalidad patológica. Donald Trump es un ejemplo paradigmático de cómo la desconexión afectiva, el narcisismo y la prepotencia pueden erosionar la democracia desde dentro. Su discurso polarizador, basado en la discriminación y la exaltación personal, creó un caldo de cultivo perfecto para la división social y el debilitamiento institucional. América Latina no está exenta de figuras similares; de hecho, ha sido terreno fértil para caudillos que han utilizado la democracia como un trampolín para instaurar regímenes autocráticos.
Cada ciclo electoral representa una nueva esperanza, un anhelo de que, finalmente, lograremos escapar del \"País de Nunca Jamás\" en el que el populismo nos mantiene atrapados. Sin embargo, la historia nos enseña que el cambio de rostros no es suficiente. Los vicios estructurales persisten mientras la educación política de la población siga siendo deficiente. No basta con el acto mecánico de depositar un voto en la urna; es imprescindible comprender las implicaciones de cada elección y los peligros que acechan cuando se elige a líderes sin escrúpulos.
La salida de este laberinto no se encuentra en nuevas figuras carismáticas que prometen ser diferentes, sino en la construcción de una ciudadanía informada y crítica. Solo una sociedad que exija transparencia, que valore las instituciones por encima de los caudillos y que entienda los peligros del populismo podrá romper con el ciclo. De lo contrario, el destino de América Latina seguirá siendo el de un náufrago que cree ver la orilla en el horizonte, solo para darse cuenta de que la corriente lo devuelve al mismo punto de partida.
El populismo es una trampa disfrazada de salvación. Es urgente aprender la lección antes de que sea demasiado tarde. Si no educamos a la población, si no fortalecemos las instituciones, si seguimos apostando por salvadores en lugar de políticas públicas coherentes, el \"País de Nunca Jamás\" será nuestro hogar perpetuo. La verdadera revolución no es el cambio de mando; es el despertar de la conciencia colectiva.
JUSTO ALDÚ
Panameño
Derechos reservados / febrero 2025