Alberto Escobar

Al revolver

 

 

 

Al revolver la esquina, 
atrás, en el burladero, 
un toro, manso, rizado,
zaíno de pelo, arranca
contra la arena, gira, sí,
la cabeza busca norte 
y Juan, retirado, trasteando
la suerte, no se decide, agarra
el embellecedor del borde 
de la tabla que lo protege, 
y el respeto —que no el miedo—
le sube por el esternón hasta
el ojo derecho, y este —que no
el otro— empieza a latir al son
que su corazón con batuta marca. 
El toro, confundido, desnortado,
sin dar crédito a la ausencia
que sobre el albero reina, bufa fuerte
y el respetable —que no respeta
el recogimiento que la escena merece—,
sin ganarse el respeto bufa, abronca
al torero su cobardía, alienta la bravura
del toro para que vaya a comérselo
con patatas y sacarlo de la zozobra 
y el diestro —que no lo era tanto—
se sigue agarrando como lapa a roca
basáltica al embellecedor del burladero
y el toro, que por fin se percata —vista
corta donde las haya— coge carrerilla
y se dirige como un AVE Madrid-Sevilla
contra el ocre y rojo de las tablas. 
Antonio —¿o era Juan?— corre cual alma
llevando al diablo, salta la valla y callejón
mediante sale de este infierno en que algo,
un no sé qué, lo metió de chico sin aviso
y, saliendo de esta pesadilla, ganar la paz
de un mundo de afuera que lo llama
hacia su mesa de camilla y su caldito. 
En el meollo de esa carrera sin cuartel
escucha una especie de campaneo metálico
y despierta —son las siete de la mañana—. 
Al abrir los ojos sintió una felicidad desusada.
A propósito de la peripecia entendió
que su vida no debía seguir los derroteros
de hasta entonces —no.