maurix1942

Un cuento

Querida Hija:

 

Como un presente con motivo de tu cumpleaños, escribí este cuento para dedicártelo a ti; lo hice en forma rápida, casi impensada; desde hace algún tiempo me atraía el tema principal de este relato, al principio pensé en intitularlo “La Niña Vieja”, pero como así denominamos los nicaragüenses a esas mujeres que llegan solteras a la vejez, lo deseché, ya que no me pareció acertado, ni se correspondía con el personaje central; pospuse su confección en varias ocasiones y por diferentes motivos, la realidad es que la narrativa no es mi fuerte, yo prefiero expresar lo que siento de manera resumida y por eso me encuentro más cómodo con la poesía; en mi concepto el cuento debe ser educativo y sobre todo: moralizador, no se si logro este objetivo, ni tampoco quiero parecer pedante. Al decidirme escribir este cuento me propuse mostrar: la locura senil, la ingratitud patronal, la abnegación de algunos servidores, la indiferencia de los familiares con sus ancianos y una cosa que siempre me ha intrigado: las personas cuerdas, ecuánimes y formales se vuelven locos antes de morir y los que tienen perturbada la razón, recobran la cordura; he podido ser testigo de ello, en varias ocasiones, en el transcurso de mi vida, siempre en personas que habían vivido muchos años; aquí yo no opino ni me pregunto si lo que acontece es bueno, o malo.

Quizá más adelante lo retoque para que se oiga bonito o elegante, pero, sucede que lo que escribo lo considero como a un hijo y los hijos se aceptan tal como son; ojalá te guste tu hermano, aún cuando te lo entrego sin maquillaje.

 

UN CUENTO

 

somos como marionetas,

cuando los hilos del amor se enredan:

se revienta la cuerda.

 

Había que subir una hermosa escalera doble, de mármol y recorrer un pasillo de treinta y cinco metros en el ala izquierda de la mansión, para estar frente aquel aposento habitado por una niña de noventitres años, que nunca salía de allí; pero ¿por qué esa niña tenía tantos años? Bueno, una razón es que había recorrido todo el ciclo vital: había sido una niña adorable, una bella adolescente, una joven madre, una mujer muy hermosa, una matrona respetable, una abuela cariñosa y una vieja recalcitrante, después volvió a ser niña de nuevo, pero primero te diré en pocas palabras cómo llegó a esto.

 

Al final de la época de abuela cariñosa… tendría unos ochenta años y como treinta de haber enviudado, ya era abuela entonces pero no le gustaba que se lo recordaran, prefería que se dirigieran a ella con el diminutivo familiar de madre: “mamita” o el más abreviado: “mita”; Doña Leonor, así se llamaba, fue una buena madre, una amante esposa y una matrona intachable; siempre impuso su voluntad, que nunca fue caprichosa, con guantes de seda, pero con mano de hierro, como se dice por allí; había procreado una familia numerosa, con decirte que a los setenta años ya era tatarabuela, su primer nieto tenía a la sazón cuarentisiete años y era director y propietario de un afamado bufete de abogados, pero ella le dictaba reglas de conducta y a toda la familia le vivía criticando su modo de vida y su forma de ser; al comienzo en el seno de la familia, después en público y por último frente a quien fuese, incluida la servidumbre, esto como es de esperar, maldita la gracia que les hacía y la confinaron en sus aposentos; de quien fue la idea o quien la propuso, nunca se supo, la verdad es, que sus últimos días de vieja recalcitrante y los primeros del retorno a su niñez transcurrieron en este aposento hermoso, de altos ventanales, amplio, acogedor y muy cómodo; un secreter, una cómoda Pompadour y la cama de bronce antiguo con arabescos en el respaldo y almohadas en profusión, con una mesita de noche a cada lado, eran los mueble más llamativos de esa alcoba, además del sillón reclinable donde permanecía la mayor parte del día; no tenía radio-receptor, ni teléfono, mucho menos t.v.; nunca soportó los aparatos ni los artefactos eléctricos a quienes llamaba: “artilugios” no se en qué sentido, pero sí, muy despectivamente.

 

Desde los lejanos tiempos de su primera niñez, su muñeca favorita era, una casi común y corriente; no hacia nada especial: no hablaba, no lloraba, no sonreía, ni siquiera cerraba los ojos y no es que no tuviera otras que hicieran todo eso, sino que tenía otras que hacían mucho más, pero ella prefería ésta; su padre, que fue diplomático de carrera, a través de todas las amistades que tenía alrededor del mundo, le había procurado un montón de muñecas de todos los tamaños, regiones, razas, colores y singularidades; algunas únicas en su género, muchas curiosas y todas muy bonitas; lloraban, gateaban, reían, saltaban, gemían, hablaban idiomas extraños, pero la preferida de Leona, -así la llamaban, cariñosamente, de chiquita- era esta con la que juega ahora: veinte pulgadas de estatura, pelo negro ensortijado, ojos verdes, cutis blanco, grandes pestañas y boca diminuta; tenía esta muñeca un precioso ajuar de más de cien vestidos, todos primorosos, confeccionados exclusivamente para ella, en un sinnúmero de telas lujosas, además de un montón de accesorios, casi inimaginable: sombrillas, guantes, bolsos, carteras, zapatos, diademas, prendedores, cadenas, camafeos, anillos, aretes, pulseras y relojes, en fin todo el arsenal de la coquetería femenil; doña Leonor, vuelta a Leona de nuevo, jugaba con esta muñeca y sus bisuterías, le cambiaba de ropa y entretanto le hablaba o la regañaba, le mimaba o le contaba intimidades, de esas que se dicen las mujeres, solo entre buenas amigas.

 

-¿Qué te vas a poner hoy? ¿No te parece atrevido ese escote? Además, recuerda que es a una Exposición en la Galería más distinguida de la ciudad, adonde vas. (Aquí, risitas)

-Que ocurrente eres, querida, no piensas en otra cosa. (Aquí, pausa)

-Claro que muchas otras, y hasta más interesantes, pero déjame decirte, que no dejas de tener un poco de razón, pero no abuses ¿eh?

Otras veces:

-No me digas que has estado cotorreando de nuevo con esa insoportable de Clarisa y mucho menos le hayas dado pabilo a sus sandeces; te lo prohíbo. –aquí alzaba un tanto la voz y masticaba las palabras- Escucha bien, te prohíbo, e n f á t i c a y definitivamente el cultivo de esa relación. (aquí cambiaba el tono, reconciliadora) Pero no estés triste querida, mira que lindo este vestido verde (mostrándoselo) qué bien le sienta a tus ojos de gata, mimada, ah ¿sonríes? Te gusta que te adulen… si lo digo yo, que te conozco tan bien.

La nurse que atendía a doña Leonor, cuando entraba para llevarle sus medicinas o sus alimentos, intervenía en la plática con cualquier comentario acorde a la situación, doña Leonor entonces, demostraba contrariedad: fruncía el ceño y guardaba silencio, pensaba para sus adentros que era una entrometida, pero la realidad es que era muy servicial, comprensiva y eficiente; en los siete años que llevaba a su servicio, jamás había merecido ningún reproche de sus empleadores, quienes, por el contrario, bendecían la hora que la agencia de empleos, se las remitió con unas recomendaciones insuperables y a las que la susodicha con su amabilidad y discreción, les hacía tanto honor.

 

Una vez, alguien escondió la muñeca; Leona la buscó primero donde siempre la dejaba, la cómoda Pompadour, luego en todas partes; revolvió la cómoda, alborotó el secreter, le dio vuelta a la cama, descompuso el sillón y apoyada en su andarivel de aluminio se desplazó por los cuatro rincones del enorme aposento, mascullando, al principio, gruñendo después y sollozando por último. Los que hicieron la travesura se divirtieron su buen rato con la desesperación de la anciana, pero cuando percibieron que las proporciones de la angustia de su ama eran enormes, volvieron a poner, asustados, la muñeca en su lugar; Leona, como era de esperarse, encontró su muñeca y entonces….

 

-¿Dónde andabas, degenerada, estúpida? Inconsecuente ¿Quién te piensas que soy yo? Maldita, maldita, mil veces m a l d i t a –le decía mientras le mesaba el cabello, le sacaba los ojos, le rasgaba la ropa, le desprendía los miembros y le daba de golpes, aquella viejecita que nunca alzaba la voz, ni decía nada incorrecto: rugía como leona, llenando de improperios a su querida muñeca- Hija de… puta, le dijo por último, arrojándola al piso; después ella misma se golpeaba las piernas, mientras lloraba desconsoladamente, con la mirada fija en el cadáver estropeado, de la que fuera su más íntima amiga, la que había vestido, con amor, tantas veces y a quien le había confiado todas sus confidencias; las fuentes de sus ojos parecían inagotables, pero se agotaron.

 

Cuando llegó la nurse con el almuerzo en una bandeja de plata, la encontró serena, recostada a sus almohadones en el respaldar de la cama; la nurse miró el estropicio en el piso y la bandeja se le escapó de las manos, mientras sus labios adquirían la forma de una O, y eso fue lo que dijo: Oh! “¿De qué se asusta? Le preguntó doña Leonor, que nunca le dirigía la palabra. Recoja esa basura y póngala en su lugar, luego llame a mi familia y dígales que vengan, y si ellos no vienen, adviértales que bajaré yo.”

 

La nurse se apresuró obedecer, el tono de Doña Leonor no admitía dilación y sus parientes subieron, aunque no tan sumisos, pero sí muy sorprendidos de aquella situación; doña Leonor los esperaba de pie en el centro de la habitación; erguida, vestida, peinada, maquillada y totalmente recobrada en su dignidad, parecía estar posando para una daguerrotipia del álbum familiar: “Somos como marionetas y cuando los hilos del amor se enredan, se revienta la cuerda; llamen un sacerdote y alisten mis funerales, porque hoy me muero.” “Cómo –dijeron todos- pero si usted va a vivir cien años más” y ella: “Estúpidos, hipócritas, ni siquiera voy a vivir un día más” Lo dijo, y lo cumplió.