En la brisa callada de la madrugada,
cuando el mundo reposa en su oscura morada,
una voz suave en mi pecho despierta,
como un río de luz en la sombra desierta.
No es el eco del viento ni el canto del ave,
es un fuego invisible que en mi ser arde,
una llama serena, profunda, callada,
que me envuelve en su paz y me llena de albas.
Camino descalzo sobre el polvo del tiempo,
las dudas me siguen con su lento lamento,
pero en medio del caos, un hilo dorado
teje fe en mi alma, me lleva a lo alto.
Los días se doblan como páginas viejas,
el sol y la luna me guían sin quejas,
y en cada latido, un mensaje divino,
como un faro encendido en mares de olvido.
A veces me pierdo, me ciega el dolor,
y el peso del mundo me roba el ardor,
pero cierro los ojos, respiro profundo,
y escucho ese eco que habita en lo oculto.
No hay senda más clara que aquella del alma,
donde mora el amor, donde el miedo se calma,
allí donde el tiempo no impone cadenas,
y todo es un soplo de luz que consuela.
Así sigo andando, confiando en lo eterno,
dejando mis huellas en polvo y en viento,
pues sé que esta voz que susurra en mi pecho
es llama divina… y nunca habrá muerto.