Alberto Escobar

La Tremendita

 

 

 

La Tremendita la llamaban, veloz
con el fusil, con las enaguas barre
que barre el suelo artilloso, cuartel
de Lavapiés, Madrid, capital de España,
los gabachos rompiendo la tradición,
más de once siglos de solera asentada
sobre las sentinas de una nación vieja, 
rancia, costumbrista como ninguna, 
y el ropaje visigodo vistiendo la entraña,
leovigildos y hermenegildos en ristre, no, 
portando a sangre hecha plasta la cruz,
arriana primero, católica a pesar después, 
y una mujer, con las tetas derramando
el amplio escote roto por el esfuerzo, frío,
manchado de la sangre del compañero
muerto al pie de su cañón, una achicoria
de Juana de Arco cafeinando el coraje, no, 
o sí, entre una lluvia de obuses napoleón
mediante y una honra hispánica que juega
a los dados con la Historia, unos gritos, aire
viciado de humo, de polvo de metralla, sí, 
y otro compañero que cae sin sentido, solo ella,
única en su género en el marrón que supone
la defensa de una patria defenestrada, la labor
de la casa esperando a que —según la habladuría
callejera— tenga a bien dejar los jueguecitos
de guerra y haga la faena y comida a los suyos, 
y a eso, ella, la Tremendita, tapona los oídos
como tapona de arpillera y paja el trashueco
de su cañón en respuesta a una insolencia extraña. 
Veloz, tremenda, madre de cinco hijos y esposa,
y él, su compañero, amoroso como entonces, sí,
no se estilaba, llenando su vacío logístico en casa,
yendo a Mercadona si hacía falta, poniendo coladas,
quitando el polvo de donde molesta y, vivir para ver,
repartiendo platos entre sus cachorros como el más
solícito de los pingüinos, sin pasar factura, sin mirar
por encima del hombro a nadie, con el azúcar tibio
de un amor que se convertía en orgullo y un orgullo
en amor, y ella, valerosa, dando la vida afuera, jornal
para su familia, brava, viendo como los gabachos
iban cayendo como castillo de naipes.