El poeta se alza, grita su verso,
con tinta de sangre, de llanto inmerso.
Su pluma es espada, su voz es estruendo,
pero el plomo silba… y sigue muriendo.
Las rimas no salvan, las rimas no sanan,
no frenan cuchillos ni cierran ventanas.
No apagan la hoguera del odio en la piel,
ni quitan el hambre, ni evitan el fiel.
Los hombres de guerra no leen cuartetas,
prefieren las armas, no rimas discretas.
No cambian sus balas por bellas estrofas,
ni entienden metáforas… solo las trozan.
El mundo es un campo de sombras y ruinas,
donde los poetas escriben en minas.
Versos grabados en huesos caídos,
ojos vacíos… de sueños vencidos.
Las lágrimas secan, la ira perdura,
y el eco del llanto no compra ternura.
Los libros no paran las botas que avanzan,
ni salvan a niños con letras y danzas.
El arte consuela, más no resucita,
no sana la herida, no suelta la cita.
El hombre es de piedra, su furia es de fuego,
y el verso, si arde… es solo un reflejo.
Entonces, poeta, ¿por qué aún escribes?
Si el odio no muere, si el crimen persiste.
Si el mundo no cambia, si todo es en vano,
si nunca el poema detuvo una mano.
Tal vez porque en medio del hierro y la muerte,
el verbo persiste, se niega a torcerse.
Tal vez porque alguien, al ver un poema,
detiene el gatillo… aunque sea un dilema.
No cambia al mundo, no frena el horror,
pero deja un eco… en algún corazón.