Aquel día Julio observaba el mar desde la orilla de Taboga, su isla, su hogar. A sus ocho años, la vida era sencilla: las mañanas estaban llenas de aventuras entre las rocas y los muelles, y las noches traían cuentos susurrados por las olas. Historias de Piratas que atacaron a la perla del Pacífico, la Ciudad de Panamá y de Taboga donde se cuenta que escondieron parte de su cuantioso cargamento. Pero esa mañana de 1942 otros piratas hacían temblar al mundo y todo era distinto. La voz de su madre sonaba temblorosa mientras empacaba lo poco que podían llevarse.
-\"Nos tenemos que ir, Julio\", le decía sin mirarlo a los ojos.
Jorge, en cambio, sentía la carga del tiempo y la historia en sus hombros. A sus sesenta años, había visto a la isla transformarse a lo largo de las décadas. Había nacido en Taboga, criado entre pescadores y marinos, y no imaginaba que un día la abandonaría por la fuerza. Caminaba por las calles empedradas, deteniéndose frente a su casa, la misma en la que había visto nacer a sus hijos. Sus dedos rozaban la madera de la puerta con nostalgia.
-\"Nos echan como si fuéramos intrusos en nuestra propia tierra\", murmuró con rabia contenida.
El ejército estadounidense había tomado la decisión. La Segunda Guerra Mundial rugía al otro lado del océano, pero sus consecuencias llegaban hasta la pequeña isla panameña. Taboga sería ocupada, utilizada como base militar estratégica. Las órdenes eran claras: la población debía evacuar de inmediato.
Julio no comprendía la gravedad del asunto. Su mundo se desmoronaba en silencio.
-\"¿Adónde iremos, mamá?\", preguntó con inocencia.
-\"A la ciudad, hijo. Allí nos esperarán unos familiares\", respondió ella, forzando una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Jorge contemplaba el horizonte con una mezcla de impotencia y tristeza. La ciudad no era para él. Había oído hablar de sus calles llenas de ruido, del aire que no olía a mar. \"Nos han arrebatado más que nuestras casas\", pensó. \"Nos han robado nuestra historia\".
El muelle estaba abarrotado. Familias enteras se apiñaban con sus escasas pertenencias. Niños lloraban, ancianos miraban al suelo en silencio. Julio, de la mano de su madre, buscaba entre la multitud a sus amigos. Encontró a Miguel, su mejor compañero de juegos, con el ceño fruncido y los puños apretados.
-\"No quiero irme\", dijo Miguel, con lágrimas en los ojos.
-\"Yo tampoco\", respondió Julio, sintiendo por primera vez el peso de la injusticia.
Cuando el barco zarpó, Jorge se quedó de pie junto a la baranda, observando cómo Taboga se hacía más pequeña en la distancia. Se prometió a sí mismo que volvería algún día, aunque supiera que la isla nunca volvería a ser la misma. A su lado, Julio aún no entendía la magnitud del cambio, pero en su corazón infantil sentía que algo le había sido arrebatado.
La guerra terminaría, y con el tiempo, algunos regresaron a reconstruir lo que se perdió. Pero para muchos, como Jorge y la familia de Julio, la isla de Taboga nunca dejaría de ser un recuerdo de lo que alguna vez llamaron hogar.
JUSTO ALDÚ
Panameño
Derechos Reservados /marzo 2025.