JUSTO ALDÚ

LO QUE YO PUEDO DARTE

Desde pequeña, la vida le enseñó que los sueños podían ser tan grandes como la voluntad de perseguirlos. Criada en una familia humilde, siempre anheló un futuro lleno de posibilidades. Al ingresar a la universidad, su belleza y carisma llamaron la atención de muchos jóvenes que la cortejaban con regalos, promesas y palabras dulces. Sin embargo, entre todos ellos, fue Alberto quien cautivó su corazón. A diferencia de los otros pretendientes, él no le ofrecía lujos ni grandes promesas, solo su compañía sincera, su risa honesta y un amor genuino.

Al principio, Diana y Alberto fueron amigos inseparables. Compartían tardes estudiando en la biblioteca, largas caminatas por el campus y conversaciones profundas sobre sus sueños y anhelos. Poco a poco, esa amistad se transformó en algo más fuerte, hasta que un día, sin rodeos, Diana le confesó su amor y le pidió que fuera su novio. Alberto, deslumbrado por su belleza y por la luz que irradiaba su personalidad, aceptó sin dudarlo.

El amor entre ellos creció con intensidad. Se apoyaban mutuamente en sus estudios y en las dificultades de la vida. Con el tiempo, Diana, segura de sus sentimientos, le pidió a Alberto que se casaran. Aunque él se sorprendió por la propuesta, la emoción y el amor que sentía por ella fueron más grandes que cualquier duda, y aceptó con alegría.

Sin embargo, después de casarse, las cosas empezaron a cambiar. Diana, acostumbrada a soñar con una vida más próspera, comenzó a exigirle a Alberto que le complaciera ciertos caprichos que estaban fuera de su alcance. Quería cenas en restaurantes elegantes, viajes, regalos costosos, y todo aquello que veía en las vidas de otras personas. Alberto trabajaba duro y hacía todo lo posible por darle lo mejor, pero su esfuerzo nunca parecía suficiente. Pronto, la presión y las diferencias entre ellos se volvieron insostenibles y, con dolor en el alma, decidieron separarse.

Diana, aún con la idea de encontrar la vida que deseaba, se casó con otro hombre, alguien que sí podía darle todo lo material que había anhelado. Sin embargo, con el tiempo, se dio cuenta de que no era feliz. El amor no era algo que se pudiera comprar, y todo el lujo que la rodeaba no llenaba el vacío en su corazón. Comprendió que había cometido un error y que lo que realmente le importaba no eran las posesiones, sino la persona con quien compartía su vida.

Un día, llena de dudas y esperanzas, buscó a Alberto. Con lágrimas en los ojos, le confesó que lo había extrañado, que había aprendido a valorar lo verdaderamente importante y que lo amaba por lo que era, no por lo que podía darle. Alberto, aunque herido por el pasado, aún la amaba y comprendió que Diana había cambiado. La aceptó de vuelta en su vida, no con reproches, sino con la misma sinceridad con la que siempre la había amado.

Con el tiempo, ambos retomaron su relación con una nueva perspectiva. Se apoyaron mutuamente en sus estudios, se graduaron y lograron construir carreras exitosas. Sin embargo, lo más valioso que lograron fue construir una familia basada en el respeto, el amor y la humildad. A sus hijos les enseñaron que la verdadera riqueza no está en lo material, sino en el amor, la honestidad y la capacidad de valorar a las personas por lo que son y no por lo que tienen.

Diana y Alberto aprendieron que la felicidad no se encuentra en lo que se posee, sino en lo que se comparte. Y así, con el tiempo, su historia se convirtió en un testimonio de amor verdadero, uno que sobrevivió a los errores, a las expectativas y, sobre todo, a la falsa creencia de que el dinero podía definir la felicidad.

 

JUSTO ALDÚ

Panameño

Derechos reservados / marzo 2025