El niño miraba con curiosidad al anciano que, de pie frente a su silla de limpiar zapatos, lanzaba golpes al aire con sorprendente agilidad. Sus manos, aunque arrugadas, trazaban fintas precisas, esquivaban enemigos invisibles y remataban con ganchos que parecían sacados de una pelea real. El niño frunció el ceño y le jaló la manga a su padre.
—Mira, papá, ese viejo está loco —dijo en un murmullo—. Y tú quieres que yo me lustre los zapatos con él.
Su padre soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza con indulgencia.
—¿Tú crees que está loco? —preguntó con una sonrisa—. Anda y dile que te cuente su historia.
El niño, animado por la sugerencia de su padre, se acercó con cautela al anciano, quien, al notar su presencia, se detuvo y le dedicó una sonrisa amistosa.
—Señor, mi papá dice que usted tiene una historia que contar.
El anciano apoyó las manos en su cintura y miró al cielo, como recordando.
—Oh, muchacho, sí que la tengo. Sírvete y siéntate —señaló la silla de lustrado—. Te contaré sobre el tiempo en que fui un verdadero guerrero del cuadrilátero.
El niño subió con timidez a la silla mientras el anciano sacaba un trapo y comenzaba a frotar sus zapatos con esmero.
—Hace muchos años —comenzó el anciano—, yo no era un limpiabotas. Era un boxeador. No cualquier boxeador, muchacho, sino uno que hizo temblar los gimnasios de esta ciudad. Me llamaban \"El Relámpago\" porque mis puños eran rápidos como un trueno en la tormenta.
El niño lo miró con escepticismo, pero el anciano no parecía un mentiroso. Sus ojos, profundos y llenos de historias, reflejaban una chispa de orgullo mientras hablaba.
—Debuté cuando apenas tenía dieciséis años. Peleaba en rings de barrios, entre apuestas y gritos de la gente. Cada victoria me hacía sentir invencible. Me entrenaba al amanecer, corriendo por las calles descalzo, golpeando sacos de arena improvisados. Un día, un promotor me vio pelear y me llevó a competir en torneos más grandes. Llegué a ser campeón nacional, muchacho. Mi nombre estaba en los periódicos. Me ofrecieron dinero, trofeos, y el respeto de los que antes me ignoraban.
El niño lo escuchaba fascinado.
—¿Y qué pasó después? —preguntó con los ojos bien abiertos.
El anciano bajó la mirada y suspiró.
—Pasó la vida, muchacho. La gloria nunca es eterna. Cuando subes muy alto, cualquier descuido puede hacerte caer. Un día, me enfrenté a un rival que era mejor que yo. Me confié, bajé la guardia, y un golpe bien puesto me envió al suelo. No me levanté a tiempo. Perdí el título. Después de eso, las oportunidades dejaron de llegar. La gente olvidó mi nombre. Las deudas me alcanzaron, y cuando quise volver a pelear, mi cuerpo ya no respondía igual.
El niño sintió una punzada de tristeza.
—¿Y por eso ahora limpia zapatos?
El anciano rió con un gesto nostálgico.
—El boxeo me enseñó muchas cosas, pero la más importante es que hay que seguir de pie, sin importar cuántas veces caigas. No me convertí en millonario, pero sigo aquí, luchando de otra manera. La vida no se trata solo de ganar peleas, sino de aprender a seguir adelante.
El padre del niño, que había estado escuchando a la distancia, se acercó y puso una mano sobre el hombro del anciano.
—Gracias por compartir tu historia, amigo. Creo que mi hijo ya no te verá como un loco.
El anciano guiñó un ojo al niño y con un último golpe de trapo dejó los zapatos relucientes.
—Recuerda, muchacho, un verdadero campeón no es el que nunca pierde, sino el que nunca deja de pelear.
El niño, con una mezcla de respeto y admiración, bajó de la silla y le estrechó la mano.
—Gracias, señor \"Relámpago\".
El anciano sonrió y volvió a lanzar un par de golpes al aire. Aunque su tiempo en el ring había pasado, en su corazón, seguía siendo un verdadero campeón.
JUSTO ALDÚ
Panameño
Derechos reservados / marzo 2025