Tus ojos, dos brisas de fiebre y condena,
me aprisionan el alma con dulce rigor;
ninguna caricia, ninguna cadena,
me ató como ata tu feroz fulgor.
Tu voz es el eco que enciende mi aliento,
tu risa, el presagio de un mundo sin fin;
te llevas mis horas, te llevas mi tiempo,
y dejas mi vida rendida a tu piel.
Que ruja la duda, que ardan los sabios,
que muerdan su envidia los labios ajenos;
si amarte es locura, que cierren los labios,
pues solo en tu sombra mi pulso es eterno.
De pronto llegaste, furiosa y callada,
rompiendo la muerte que fue mi existir,
y ahora mi sangre te grita, entregada,
que todo en mi pecho nació para ti.