karonte

El jardín de la Niebla

Viven en una casa sin paredes,
sin puertas, sin ventanas;
todo es un cielo desmenuzado,
un corredor de sombras donde el tiempo
se desangra gota a gota.

Su nombre, alguna vez firme como roca,
ahora es polvo flotando en la brisa,
un eco que rebota entre habitaciones vacías
y nunca termina de llegar.

Las fotografías en la repisa son fantasmas,
retratos con sonrisas que ya no tienen dueño.
Los ojos los miran, pero no los reconocen,
como si fueran visitantes en un sueño ajeno.

Cada día es un amanecer sin brújula,
un campo vasto donde las palabras
se caen de los bolsillos,
donde la mente es un mapa
con las rutas borradas por la lluvia.

Hay manos que tiemblan buscando un rostro,
pero sus dedos solo rozan niebla.
Hay labios que intentan pronunciar un “te amo”,
pero la frase se ahoga en la garganta,
como un ave atrapada sin cielo.

El cuerpo camina por costumbre,
pero el alma se queda sentada,
mirando desde algún rincón,
preguntándose en qué momento
se deshizo el hilo que la unía al mundo.

Y nosotros, los que aún recordamos,
somos faros encendidos en su tormenta,
ofreciendo luz aunque no siempre sepan
que seguimos ahí.

Lloramos en silencio,
no por lo que han olvidado,
sino por todo lo que amaron,
y que ahora se desvanece como humo,
dejándonos con los brazos extendidos
abrazando solo viento.

Pero en medio de esa niebla,
a veces —muy a veces—
una chispa titila,
un brillo breve en la mirada,
una palabra que encuentra su camino,
como un rayo rasgando la noche.

Y en ese instante diminuto,
sabemos que su alma, aunque perdida,
todavía baila…
aunque sea solo un suspiro antes de volver a dormirse.