(Su voz resuena en el silencio, atrapada entre los muros descascarados de su estudio. El olor a trementina y óleos viejos llena el aire mientras el pincel danza con precisión sobre el lienzo.)
No hay luz suficiente, pero ¿cuándo la hubo? La penumbra siempre ha sido mi mejor musa. Las sombras definen los contornos de mi existencia... y de mi obra final. El barniz resbala con un susurro sobre el óleo aún húmedo. Puedo escuchar su quejido, como si el cuadro mismo se resistiera a quedar terminado.
Mira esta mesa desvencijada, testigo de tantas madrugadas en vela. Sobre ella, pinceles resecos, botes de pintura a medio usar y un cenicero repleto de colillas que ya no recuerdan su primer aliento de fuego. A un lado, el sofá hundido, el único confidente de mis delirios. ¿Cuántas veces me ha sostenido, impotente, mientras el insomnio devoraba mis pensamientos? Y aquí, el escritorio... manchado, gastado, cubierto de bocetos que nunca llegarán a ser. Cartas sin abrir, promesas sin cumplir. Todo está donde debe estar.
Y en el centro, el caballete.
Ah, mi obra maestra. El reflejo más honesto de mi propia alma. Observa, el cuarto entero retratado con detalles enfermizos: la silla torcida en el rincón, la lámpara desvaída con su luz mortecina, las paredes que parecen murmurar historias olvidadas. Y allí, en el centro del cuadro, un cuerpo desplomado en el suelo, un pincel aún aferrado entre sus dedos rígidos. Su rostro... mi rostro.
Es perfecto. Exacto. El último trazo está casi listo.
(Escucha. Un sonido. Al otro lado de la puerta, pasos vacilantes. Un roce metálico contra la madera. La cerradura cede, el umbral se abre. Él no se inmuta.)
—Adelante... te esperaba, Muerte. Solo déjame terminar la escena.
JUSTO ALDÚ
Panameño
Derechos reservados / marzo 2025.