El sol reinaba en su trono dorado,
ardía en el cielo con todo su brillo,
la luna, errante, viajaba en su sombra,
siguiendo su ruta, trazando su ciclo.
Eran dos almas que nunca se tocan,
dos cuerpos distantes, dos mundos aparte,
y aunque la luna soñaba con verlo,
el sol nunca pudo voltear a mirarle.
Pero un día, sin previo aviso,
el viento calló, la luz se torció,
las sombras danzaron sobre los campos,
y el día en la noche se convirtió.
La luna avanzó sin miedo ni prisa,
cubrió con su velo la luz del sol,
el mundo observó su encuentro imposible,
su beso fugaz en un mar de vapor.
Por un instante, no hubo distancias,
no hubo barreras, ni tiempos, ni adiós,
solo un suspiro en medio del cielo,
solo un latido, solo los dos.
Pero el destino marcó sus caminos,
y aunque quisieran, no pueden cambiar,
la luna se aleja, el sol brilla solo,
condenados siempre a esperar.
Y así se repite la vieja historia,
una y mil veces, sin descansar,
se cruzan, se rozan, se miran, se pierden,
un amor eterno que nunca será.