La semilla del roció
Mi amada,
Hoy el viento sopla distinto; trae consigo el aroma salado de la tierra y la sangre que aún no ha sido derramada. Antes de que parta, antes de que el acero y el destino se crucen sobre mi frente, necesito dejarte estas palabras. No sé si el Olimpo permitirá que mis labios vuelvan a rozar tu nombre, así que tallo con tinta lo que mi alma no ha dicho en voz alta.
Nací sin corona, sin escudo. Era solo un niño más, una semilla débil en el vasto campo de Esparta, donde el amor es un lujo y la lágrima, traición. Mi infancia no fue arrullo, fue fragua; y aprendí que las manos se endurecen antes que el corazón, y que el juego es una preparación velada para el combate.
Recuerdo los días en que el sol parecía más grande y los dioses, más cercanos. Corría entre las piedras, creyendo que la eternidad estaba en el ahora. Pero los hombres aquí no tienen derecho a eternidades blandas. La infancia se nos roba temprano, y el lecho del niño es de hierro frío. En Esparta, los sueños también se entrenan: a que no lloren, a que no duden, a que no pidan tregua.
¿Sabes, amor mío? Me he preguntado muchas veces si, bajo toda esta armadura, queda algo de aquel niño. Si aún habita en mí la semilla que miraba el rocío de las mañanas y creía que el mundo era vasto, sin fronteras marcadas por lanzas. Tal vez sí. Tal vez la raíz aún existe, aferrada a la tierra fértil de tu amor.
Hoy que miro el filo del horizonte, veo también el filo de la vida. Y comprendo que todo comienza ahí, en la fragilidad del niño que teme y en el hombre que aprende a temer menos.
Esta carta es mi primer desnudo, el primero de siete pasos hacia la muerte, o hacia algo que los dioses no pueden nombrar. Y quiero que guardes en tu pecho no solo al rey, no solo al guerrero, sino al niño que una vez fue tuyo antes que de Esparta.
Cuando el viento te acaricie esta noche, piensa que soy yo, aún con los pies descalzos, corriendo hacia ti.
Leónidas.