Vicky parecía triste.
La mañana no comenzó bien,
el cierre del año, las facturas por doquier,
el contable de baja maternal, la máquina
del café estropeada, el baño atascado...
Ayer recibió una noticia no sé hasta qué punto
buena: su hijo se alistó en el ejército.
Ella sabía de su vocación castrense
desde hace tiempo. De pequeño, en alguna
que otra festividad de Reyes, se le podía ver
disfrutando entre soldados de plásticos y tanques
del mismo basto material disponiendo una batalla,
una de esas que veía por entre sus libros de texto,
a propósito de algún tomo de la enciclopedia
que su padre, de pequeño, como acicate, compró
con el sudor y la sangre de un viajante de aquellos
de antaño, de los que se dejaban la piel en una curva
cualquiera de cualquiera de las malas carreteras
que vertebraban un país en llamas como el suyo,
sin vocación de progreso y sin atisbo de poder ofrecer
a un soñador como él un futuro a su altura.
Vicky parecía triste. Quiero entender que era
porque su hijo del alma, el único que su cuenco
casi estéril le pudo proporcionar después de anhelos
y anhelos, de intentos infructuosos de florecer
para que el jardín de su matrimonio tuviera aunque
fuera una flor, se le iba de su lado, y con él su rastro,
su olor de mañana cuando entraba en su cuarto
a revisar si todo estaba en orden antes de ir por el bus
rutinario a la oficina en la que hoy, por la ley de Murfi,
nada funciona y todo se acumula como el polvo denso
de una casa cerrada durante años...