Amada mía,
Hoy, cuando el alba aún no quiebra la noche y el viento acaricia con garras frías las murallas de Esparta, tomo este trozo de pergamino para que en él pueda desbordarse lo que el silencio no dice. Quiero que sepas cómo fue que este hombre, tu hombre, se templó entre piedra y sombra antes de cruzar el umbral de la guerra.
No nací rey, ni con la armadura tallada sobre la piel. Fui un niño más, con las rodillas ensangrentadas por las carreras entre espinas y con el hambre mordiéndome los talones. La vida me enseñó temprano que los dioses no obsequian regalos, solo pruebas disfrazadas de miserias. Crecí entre miradas duras, donde el llanto se castigaba más que la herida, y aprendí que la ternura es un lujo que pocos pueden permitirse.
La niñez fue un campo de entrenamiento sin tregua. Me golpeaba el sol y la tierra por igual, y cada caída era un maestro que susurraba: “levántate, no por orgullo, sino porque el polvo te pertenece menos que el cielo”.
Pero mi mayor lección no vino de la lanza ni del escudo. Vino de la soledad. Esa bestia silenciosa que duerme bajo el pecho y despierta en las noches largas. Allí entendí que el guerrero más fuerte no es el que hiere más, sino el que aprende a estar consigo mismo sin temer sus propios pensamientos.
Cuando te vi por primera vez, supe que la tempestad había valido la pena. Que toda la piedra que me cubría se haría polvo bajo tu risa. Y así comprendí que también el amor necesita valor: el valor de desnudarse del acero, el valor de entregarse sin escudo.
Hoy soy el hombre que la vida esculpió con martillo y fuego. Y te confieso, mi bien amada, que bajo cada cicatriz, bajo cada músculo endurecido, aún vive aquel niño que soñaba con algo más que guerras. Ese “más” tiene tu nombre.
Miro hacia el horizonte donde me llama el deber, pero antes quería dejarte esta carta, para que sepas que mi verdadera patria no es Esparta, sino el lugar donde reposa tu mirada. Donde la valentía no se mide por las espadas levantadas, sino por la promesa silenciosa de regresar, aunque sea solo a través de las palabras.
Siete cartas te escribiré, como siete pasos hacia el destino. Cada una será un eco de mi alma antes de que la sombra de los dioses me reclame.
Permanece fuerte. Permanece libre. Porque donde quiera que marche mi cuerpo, mi espíritu se queda contigo.
Con la pasión de un rey y la ternura de un hombre, Leónidas.