Lentamente, la mujer se quitó la capucha. Su rostro estaba marcado por profundas heridas en las mejillas, cicatrices que hablaban de un dolor indescriptible. Con una voz casi gutural, avanzó hacia Camila, mientras Iván intentaba interponerse.
—No digas nada más —gruñó él, con evidente temor.
Pero fue inútil. La mujer sacó un arma y lo obligó a arrodillarse. Con destreza, le ató las manos y lo amordazó. Luego, miró a Camila y empezó a hablar.
—Fui su prisionera. Durante años, este hombre me abusó como quería y cuando quería, sexual y físicamente, me quebró… Cada vez que bebía, se transformaba en un monstruo. Me confesó los asesinatos de sus exesposas. Me dijo que las seccionaba y las enterraba en su jardín de rosas, cubriéndolas con cal. Comprendí entonces porqué todas las mañanas regaba las flores, tarareando una canción de amor, mientras sus cuerpos se descomponían bajo la tierra y se jactaba de que sus flores eran las más bellas y que todo lo bello tarde o temprano tenía que morir.
Camila sintió que el aire le faltaba. Miró a Iván, esperando encontrar negación en su rostro, pero lo único que vio fue terror.
—Intenté huir muchas veces, pero siempre me atrapaba. Me obligaba a arrastrarme de regreso a la casa, humillada, rota… y repetía el castigo. Cueras interminables, luego el abuso. No podía sentarme del dolor. Destrozaba mis nalgas. Hasta que un día decidió que no merecía seguir viva. Me llevó hasta un acantilado y me lanzó al mar. Creyó que había muerto, pero una rama detuvo mi caída. Desde entonces, he vivido solo para encontrarlo. Para vengarme.
Los ojos de Camila se llenaron de lágrimas. Sabía que la mujer decía la verdad. Las fotos, la nota… Todo encajaba. Iván no era el hombre que ella creía. Era un asesino. Un psicópata.
—No podemos llamar a la policía —susurró Camila—. No quiero que se salga con la suya.
La mujer sonrió levemente con un dejo de complicidad.
—Entonces, hagamos que parezca un suicidio.
El aire en la habitación se volvió espeso. Camila sintió una sensación extraña de adrenalina y justicia mezcladas con horror. Ataron una correa a una viga del techo y la ajustaron alrededor del cuello de Iván. Irónicamente era la misma con la que acostumbraba a golpear a sus mujeres y a ella con brutalidad, lo suspendieron en el aire. Sus piernas patalearon, sus ojos se llenaron de pánico y casi saltaron de sus cuencas, pero no hubo piedad. Cuando su cuerpo dejó de moverse, soltaron sus manos y la mordaza para que pareciera que él mismo había tomado la decisión.
Antes de marcharse, dejaron las fotos esparcidas bajo su cadáver. Querían que el mundo creyera que la culpa lo había consumido, que había elegido morir antes de enfrentar sus infidelidades y la vergüenza pública de su imagen.
El silencio en la habitación era abrumador. La lámpara parpadeaba, proyectando sombras en las paredes. Camila miró sus propias manos temblorosas. Había cruzado una línea de la que no habría retorno. Pero en su pecho no había remordimiento, sino un extraño alivio.
Cuando salieron de la habitación, Camila respiró hondo. Miró a la mujer y le dijo:
—Gracias.
—No me des las gracias —respondió ella—. Asegúrate de que nadie más vuelva a caer en las garras de un hombre como éste.
Camila asintió. La boda no se celebraría. Pero había logrado algo mucho más importante: sobrevivir.
Afuera, los invitados comenzaban a desesperarse por lo que Camila gentilmente les insinuó que lo buscaran, ya que en la tradición el novio no podía ver a la novia antes de la ceremonia. Tenía que salir antes y esperarla.
Todo se descubrió en medio de gritos y comentaron sobre las fotos y el suicidio.
Camila, siguió su vida y la mujer encapuchada, se hundió entre los invitados a la boda maldita y no se volvió a saber de ella.
JUSTO ALDÚ
Panameño
Derechos reservados / marzo 2025