Perdón,
mi niña de silencios rotos,
de llantos guardados en almohadas mudas,
de gestos suaves para no incomodar,
de miedos con los pies descalzos.
Perdón por no alzarte la voz
cuando te callaban,
cuando te hicieron sentir
que ser tú era demasiado.
Perdón por no defenderte
cuando te creíste molesta,
cuando pensaste que llorar era debilidad
y amar, una forma de perder.
Mi niña,
te enseñaron a reducirte,
a comer culpa en vez de pan,
a vestirte con palabras ajenas
y quedarte quieta,
como si ser notada fuera un pecado.
Te cuidaste sola,
sin manual,
sin nadie que dijera
“estás bien así, quédate”.
Te dijeron que eras demasiado:
demasiado seria,
demasiado emocional,
demasiado intensa.
Y tú te fuiste encogiendo
hasta no estorbar.
Tu madre midió tu cuerpo
como si fuera un error que podía corregirse.
Te comparó, te señaló,
te enseñó a odiar lo que veías en el espejo.
Y tú,
mi niña,
cambiaste la comida por miedo,
la ropa por vergüenza,
la belleza por castigo.
Creíste que amar tu cuerpo era un lujo
que no te correspondía.
Perdón por no decirte
que tu carne no es pecado,
que tu forma no debe dolerse,
que mereces sentirte linda
sin tener que ser otra.
Tu padre…
presente como sombra,
ausente como herida.
Y tú esperando,
con el alma en la ventana,
que por una vez te pusiera primero.
Tus abuelitos, tus padres
los que tejieron amor con las manos,
los que te alzaron siendo ya viejos,
te criaron entre teteros y dolores de espalda.
Y tú te sentiste una carga,
cuando solo eras un milagro que los sostuvo.
Perdón por no decirte
que no eras una molestia,
que eres la flor más suave
en su jardín cansado,
y que ellos te aman
como solo se ama a quien se vuelve razón de vida.
Mi niña,
no tienes que seguir castigándote.
No tienes que seguir esperando
que alguien más te salve.
La única que puede abrazarte
sin pedirte nada,
eres tú.
Y yo,
te pido perdón
por cada vez que no estuve para cuidarte.
Hoy sí.
Hoy me quedo.
Hoy te miro y digo:
no estás rota, mi niña,
Eres muy valiente.
Perdón