JUSTO ALDÚ

LA PROCESIÓN DE LOS MUERTOS (Realismo mágico)

En un pueblo andino perdido en las laderas del Aconcagua, donde las montañas custodian el silencio y el frío muerde la piel aún en Semana Santa, corre un rumor desde hace generaciones. Dicen que, en la madrugada del Viernes Santo, una procesión de almas condenadas recorre las calles empedradas. No es una fiesta ni una tradición. Es un desfile silencioso y lúgubre, visible solo para aquellos que tienen cuentas pendientes con el más allá. Una advertencia, un castigo, un misterio que nadie quiere ver…

Matías Jerez, periodista de ciudad, llegó al pueblo por encargo de una revista de leyendas y costumbres. Un escéptico empedernido, más interesado en los relatos pintorescos que en la verdad. Llevaba una cámara, una grabadora, una libreta y un humor ácido con el que enfrentaba a los crédulos. Pero también traía algo más: una tristeza antigua que le había hecho perder la fe en todo.

Desde su llegada, notó algo extraño. En esos pueblos entre montañas y aquel clima infernal, no funcionaban los celulares, por eso nadie los usaba. El tiempo parecía detenido, los relojes andaban lento y el aire tenía un sabor a tierra mojada y a silencio espeso. Los ancianos le hablaban poco, lo miraban con desconfianza. “No se burle, joven”, le advirtió una señora con los ojos velados por las cataratas. “La procesión no es cuento. Si la ve… rece. Y no hable.”

Matías no creyó nada. Pasó el Jueves Santo explorando, haciendo fotos a las ruinas de una antigua iglesia y tomando café ralo en la plaza. Pero cuando la medianoche lo encontró despierto, sintió un llamado inexplicable. Como si algo dentro de él supiera que debía salir. Caminó por la calle central, envuelta en niebla, y entonces la vio.

Una fila interminable de figuras pálidas, descalzas, con túnicas de luto. Marchaban en silencio, flotando casi, como si el suelo no las tocara. Algunos llevaban antorchas apagadas, otros cadenas arrastradas. No tenían ojos, solo cuencas oscuras que parecían mirar dentro de él. Y entre ellos, reconoció un rostro. Era su hermano desaparecido hacía veinte años. Matías gritó, pero ningún sonido salió de su boca.

Corrió de vuelta a su posada. Quiso escribirlo, grabarlo, fotografiarlo. Pero su cámara se había borrado, su libreta estaba en blanco, y su voz se había ido con el viento. Al amanecer, despertó sin poder ver. Estaba completamente ciego.

Intentaron llevarlo al hospital del pueblo vecino, pero ningún diagnóstico fue concluyente. Un cura joven, asustado, lo bendijo con agua bendita, y entonces Matías recuperó la vista. Lloró de alivio… hasta que intentó contar lo ocurrido. Las palabras no salían. La mudez era su nuevo castigo.

La historia de su ceguera y posterior mudez se esparció por los pueblos de la sierra como un reguero de pólvora. Algunos decían que fue un castigo divino, otros que los muertos lo habían marcado para que no revelara sus secretos. Pero en el corazón del periodista, aún palpitaba una necesidad feroz: contar la verdad.

Solo un viejo se atrevió a decir:

—El problema con los muertos… es que a veces no les gusta que los miren sin haber pagado sus deudas. 

Pasaron los años. Nunca recuperó la voz. Pero aprendió a escribir con los dedos, lento, como si cada palabra le costara parte del alma. En una pequeña libreta, con tinta temblorosa, comenzó a plasmar lo que recordaba: los rostros, la música lejana, el frío imposible de explicar. Dibujaba símbolos, escribía nombres que no sabía cómo conocía, fechas antiguas que nunca había investigado.

Fue entonces cuando descubrió algo que lo estremeció.

Muchos de los nombres que escribía coincidían con personas registradas como desaparecidas en el pueblo desde hace décadas… incluso siglos. Como si la procesión fuera un desfile eterno de almas extraviadas, condenadas a vagar mientras sus historias quedaran sin justicia.

El periodista, ya viejo y encorvado, guarda sus escritos en una caja de madera tallada. Sabe que no podrá publicarlos, pero espera que algún día alguien los encuentre. Alguien que también haya visto lo invisible. Alguien dispuesto a terminar lo que él no pudo.

Porque esa madrugada de Viernes Santo, cada año, alguien más se une a la procesión.

Y esta vez… él está entre ellos.

 

JUSTO ALDÚ

Panameño

Derechos reservados / abril 2025