I
En un día, mientras yo estaba afuera uno de los primeros días, escuché un zumbido que recompuso mi atención. Volteo alarmado, en tanto el zumbido se fundía en el aire débil, en el mismo segundo. Con él, a lo lejos ya volaba un colibrí sin cuidado. Un hada que vuela en los sentidos fuertes o débiles, pero que al captar en todo su color, me llené de gozo, impresión, pero también algo de melancolía; pues mi ánima comprendió que se fue el zumbido, libre como el color. Anhelo otra vista del colibrí y estoy apreciando esa visita por lo fugaz que fue y el calor que arrastró. Una memoria. Un aviso.
II
Bienvenida de vuelta, primavera. Estaba yo afuera cuando llegó el veinteno día, donde sentí tus faldas rozar la piel de la tierra, el color arrastrando calor. Con tu regreso, trajiste al mundo mayor nitidez colorado. Las flores por fin pueden salir de la noche para cantar al padre sol, los pájaros pueden adorar cada nueva semilla; los árboles te estrecharán sus ramas y los animales callarán para reverenciarte como su partera. ¡Y los girasoles siempre sensibles te dedicarán buenas nuevas, belleza para todas las almas y gracias para toda la plenitud!
III
Y cantan las flores:
“Al Padre Sol que nos prende, y a la Madre Tierra que nos acuna y nutre. El primero de nuestros señores cae cariñoso en el seno de la gran señora, y esta lo recibe con brazos y muslos. ¡Los dos poderes inspiran la actividad en las más bellas especies! ¡Nosotras las flores, que acogemos al agua en nuestros pies, adoramos cada gota inmortal, entregadas a nuestra vitalidad! Has hecho, primavera, que todas las alas del mundo vuelen, que estas inspiren a poetas. ¡Por fin tus faldas nos traen las partículas primigenias, las de la Madre y del Padre!”.