Enrique Fl. Chaidez

La ciudad de Dios

Cuánto esplendor de la ciudad de Dios,

lugar que no soy digno de mirar

ni de abrir sus portones enjoyados 

hacia un jardín de alcázares y ríos. 

 

Vive por siempre la ciudad de Dios,

donde acariciador un viento nace

que es música y presencia entre los árboles.

 

¡Ojalá fuera yo por un momento 

lo bastante decente para ellos,

solo por un instante, y contemplar 

las serenas moradas de los justos! 

 

La hermosa luz de la ciudad de Dios

no queda dentro sino que fulgura

en la amplitud de sus alrededores.

 

Si tuviera permiso de soñar,

entonces rogaría

por rozar muy apenas con mis dedos

el muro que cintila

con luz de orfebrerías celestiales.

 

Indigno soy de entrar en la ciudad,

pero tal vez pueda entrever un poco

—en esta mi locura—

de los cantos, las fiestas y alegrías,

y del continuo bendecir a Dios.

 

No creo ser acepto en sus entradas

(arribo igual a un extranjero pobre),

pero quizá con suerte exista un hueco,

algún terrado en la ciudad de Dios,

un pase amable de misericordia

incluso para un triste como yo.

—   —   —      —   —   —

¡Cuán bellas son las puertas que se abren! 

¡La voz mejor de bienvenida suena

en la bendita boca del amor!