Cuánto esplendor de la ciudad de Dios,
lugar que no soy digno de mirar
ni de abrir sus portones enjoyados
hacia un jardín de alcázares y ríos.
Vive por siempre la ciudad de Dios,
donde acariciador un viento nace
que es música y presencia entre los árboles.
¡Ojalá fuera yo por un momento
lo bastante decente para ellos,
solo por un instante, y contemplar
las serenas moradas de los justos!
La hermosa luz de la ciudad de Dios
no queda dentro sino que fulgura
en la amplitud de sus alrededores.
Si tuviera permiso de soñar,
entonces rogaría
por rozar muy apenas con mis dedos
el muro que cintila
con luz de orfebrerías celestiales.
Indigno soy de entrar en la ciudad,
pero tal vez pueda entrever un poco
—en esta mi locura—
de los cantos, las fiestas y alegrías,
y del continuo bendecir a Dios.
No creo ser acepto en sus entradas
(arribo igual a un extranjero pobre),
pero quizá con suerte exista un hueco,
algún terrado en la ciudad de Dios,
un pase amable de misericordia
incluso para un triste como yo.
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¡Cuán bellas son las puertas que se abren!
¡La voz mejor de bienvenida suena
en la bendita boca del amor!