Lucía pensó en marcharse, pero una fuerza invisible la mantenía allí. Desesperada intentó contactar al diario, pero la señal era nula. Nadie la buscó. Nadie vino. Solo el viento susurrando nombres que no recordaba haber escuchado jamás. Pasó el año como en una especie de trance, investigando, leyendo, atando cabos. Descubrió viejos diarios parroquiales, cartas de monjas exiliadas y notas médicas escritas con desesperación. Todo apuntaba a una sola cosa: la Procesión de los Muertos no era una aparición, era una penitencia eterna.
Se decía que cada Viernes Santo, los espíritus de los que murieron sin confesión o cargando culpas regresaban, no a buscar redención, sino a arrastrar a otros a su misma condena. Y quien los veía, quedaba marcado, sobre todo si tenía culpas que expiar. Tal como lo había dicho el viejo:
—El problema con los muertos… es que a veces no les gusta que los miren sin haber pagado sus deudas.
Llegó el nuevo Viernes Santo. Lucía ya no era la misma. Había envejecido en un año como si hubieran pasado diez. Tenía el cabello más opaco, las manos frías, los ojos tristes. Subió una vez más al cerro. Llevaba el cuaderno de Matías consigo. El viento frío arreciaba cada vez más y ella acomodó su bufanda, dio un traspié, pero se incorporó como pudo.
Esta vez, la niebla no esperó la medianoche. A las once ya cubría todo. Y en medio de ella, se escuchó el arrastre… no de cadenas, sino de pasos. Muchos. Lucía tembló. Los reconoció. Uno a uno iban pasando junto a ella. Algunos la miraban. Uno incluso le sonrió. Pero al final, apareció la figura encapuchada. Más alta que los demás, más oscura que la noche.
Le tendió la mano. Y Lucía no corrió. Solo murmuró: \"Estoy lista.\"
Pero no fue arrastrada. La figura le entregó algo. Era el bastón de Matías. Y una vela encendida.
Cuando Lucía bajó del cerro al amanecer, no recordó nada. Pero caminaba con un bastón. Y en su bolsillo, el cuaderno.
Desde entonces, se sienta en la banca de piedra frente a la iglesia. En las cantinas hablan de ella con miedo y compasión. Nadie se atreve a preguntarle qué vio. Nadie, excepto los forasteros imprudentes…
Porque cada año, alguien nuevo llega al pueblo entre montañas y clima infernal. Y siempre, inevitablemente, encuentra a Lucía.
Y ella siempre les dice lo mismo:
—No busques lo que no estás listo para entender.
JUSTO ALDÚ
Panameño
Derechos reservados / abril 2025.