Dijiste que creías
que para mí
nada era real.
Que era
la persona más fría que existe.
Y yo,
te escuché hasta el cansancio.
Te escuché hasta el final
y supuse que no era conveniente aclararlo.
Si al final
esa era tu opinión sobre mi sombra…
cuando
sobre la alfombra
yo,
a solas,
te comencé escribiendo una hoja,
y la hoja se convirtió en un libro.
Y en ese libro no estaba escrito tu nombre,
pero sí —como si lo hubiera—,
invocado en cada letra
con las mismas letras
con las que se escribe tu nombre.
Quería repetirte
lo que te advertí desde el principio:
yo y los vacíos.
Los golpes abiertos
e inclinados
de mi pecho.
Y que solo en el lecho
descansarán,
por fin,
en paz.
Pero vos,
nada creíste.
Y si intentaba explicar,
nada creerías.
Entonces dijiste que malgastaste el tiempo,
y yo
solo me mordí los labios.
Te escuché hablar,
decir otras cosas que,
si me preguntás ahora,
te respondería que no sé.
Que lo he olvidado.
Porque de haberlo recordado,
me dolerías hasta el cansancio.
Puede que te entienda de alguna manera.
Es fácil detestarme
en ciertas formas.
Lo he aprendido
a palos,
a puñetazos,
y a palabras espesas.
Pero ya,
mi vida,
no sabría cómo explicarte
cuántos se han decepcionado,
por la forma loca y obstinada de pertenecerme.
Esta manera ensimismada de no reprimirme.
Lo que soy y lo que pienso.
Lo que con mis manos creo y en el ser siento.
De identificarme hasta el cansancio.
De vivir
sin la absorción de los pensares ajenos,
y flotar
en la percepción de mis propios aprendizajes.
La terquedad del abuelo
se ha vuelto parecida
a la terquedad de buscar
un espacio,
un tiempo,
o un camino
entendido por mi capacidad de procesar
los ideales,
las costumbres
y las artes
que habitan invisiblemente
por cualquier parte.
Creo que la perdurabilidad
de intentar comprenderse a uno mismo
conlleva al desentendimiento de los otros
hacia su persona.
Y conlleva también —de todas formas—,
soledad.
Entonces creí que tenías razón
en algún punto,
quizás justo donde terminaba tu interpretación
sobre el cómo era
y el cómo actuaba.
Entonces,
¿para qué cambiar
lo que ya estaba entendido?
Qué más da,
si para mí
era malinterpretado.
Dijiste entonces
que creías
que no era una buena persona.
Y reclamaste,
a su vez,
tantas cosas,
que creí escucharte protestar
con la voz
de otra persona.
Ya no eras vos el que hablaba.
Era alguien más.
Alguien que no recuerdo
haber intentado conocer.
Alguien
por el que no habría siquiera volteado a ver.
Entonces pediste que dijera algo,
y no creo haberte contestado a vos.
Creí comenzar a responderle
a ese desconocido sonido
que era, para entonces,
tu voz.
Y creo haber respondido
con algún fragmento perdido
de algún escrito,
pero solo sucedió
en mi mente.
Realmente,
nunca pronuncié alguna palabra
Creo que solo sonreí
—pero no por vos—,
sino por esa voz extraña.
Me pareció tan absurda.
Y creo que desde ahí
es que no recuerdo cómo fue que me alejé de vos
y de tu extraño amigo,
ese
que te visita,
te habita
y te destroza.