Alexandra Quintanilla

MiƩrcoles nueve

 

 

 

 

Dijiste que creías

que para mí

nada era real.

Que era

la persona más fría que existe.

 

Y yo,

 

te escuché hasta el cansancio.

Te escuché hasta el final

y supuse que no era conveniente aclararlo.

 

Si al final

esa era tu opinión sobre mi sombra…

 

cuando

sobre la alfombra

yo,

 

a solas,

te comencé escribiendo una hoja,

y la hoja se convirtió en un libro.

 

Y en ese libro no estaba escrito tu nombre,

pero sí —como si lo hubiera—,

invocado en cada letra

con las mismas letras

con las que se escribe tu nombre.

 

Quería repetirte

lo que te advertí desde el principio:

yo y los vacíos.

 

Los golpes abiertos

e inclinados

de mi pecho.

 

Y que solo en el lecho

descansarán,

por fin,

en paz.

 

Pero vos,

nada creíste.

 

Y si intentaba explicar,

nada creerías.

 

Entonces dijiste que malgastaste el tiempo,

y yo

solo me mordí los labios.

 

Te escuché hablar,

decir otras cosas que,

si me preguntás ahora,

te respondería que no sé.

Que lo he olvidado.

 

Porque de haberlo recordado,

me dolerías hasta el cansancio.

 

Puede que te entienda de alguna manera.

 

Es fácil detestarme

en ciertas formas.

Lo he aprendido

a palos,

a puñetazos,

y a palabras espesas.

 

Pero ya,

 

mi vida,

 

no sabría cómo explicarte

cuántos se han decepcionado, 

por la forma loca y obstinada de pertenecerme.

 

Esta manera ensimismada de no reprimirme.

Lo que soy y lo que pienso.

Lo que con mis manos creo y en el ser siento.

 

De identificarme hasta el cansancio.

De vivir

sin la absorción de los pensares ajenos,

y flotar

en la percepción de mis propios aprendizajes.

 

La terquedad del abuelo

se ha vuelto parecida

a la terquedad de buscar

un espacio,

un tiempo,

o un camino

entendido por mi capacidad de procesar

los ideales,

las costumbres

y las artes

que habitan invisiblemente

por cualquier parte.

 

Creo que la perdurabilidad

de intentar comprenderse a uno mismo

conlleva al desentendimiento de los otros

hacia su persona.

 

Y conlleva también —de todas formas—,

soledad.

 

Entonces creí que tenías razón

en algún punto,

quizás justo donde terminaba tu interpretación

sobre el cómo era

y el cómo actuaba.

 

Entonces,

 

¿para qué cambiar

lo que ya estaba entendido?

 

Qué más da,

si para mí

era malinterpretado.

 

Dijiste entonces

que creías

que no era una buena persona.

 

Y reclamaste,

a su vez,

tantas cosas,

 

que creí escucharte protestar

con la voz

de otra persona.

 

Ya no eras vos el que hablaba.

 

Era alguien más.

Alguien que no recuerdo

haber intentado conocer.

Alguien

por el que no habría siquiera volteado a ver.

 

Entonces pediste que dijera algo,

y no creo haberte contestado a vos.

 

Creí comenzar a responderle

a ese desconocido sonido

que era, para entonces,

tu voz.

 

Y creo haber respondido

con  algún fragmento perdido

de algún escrito,

 

pero solo sucedió

en mi mente.

 

Realmente,

nunca pronuncié alguna palabra

 

Creo que solo sonreí

—pero no por vos—,

sino por esa voz extraña.

 

Me pareció tan absurda.

 

Y creo que desde ahí

es que no recuerdo cómo fue que me alejé de vos

 

y de tu extraño amigo,

ese

que te visita,

te habita 

y te destroza.