Tu espalda es la página donde me pierdo,
tus hombros, las márgenes de mi querer,
tu cuello es el verso donde muerdo
las dudas, los miedos, y vuelvo a nacer.
Tus labios son tinta que fluye en exceso,
que mancha mi boca de verbo carnal,
y el centro bendito que escondes sin rezo
es cláusula ardiente de un bien inmortal.
Tus muslos, dos rimas que chocan sin tregua,
y en su consonancia yo hallo el temblor;
tu vientre es el punto que firma mi lengua,
y escribe en tu piel mi nombre y sudor.
Tú eres mi canto más alto y prohibido,
mi verso más torpe, mi rima mejor,
mi párrafo herido, mi acento vencido,
mi tinta sagrada, mi fuego y mi flor.
Tus dedos son comas que frenan mi instinto,
tus piernas, paréntesis de redención,
y tus ojos, dos signos de un libro extinto
que solo yo leo con perdición.
Tu aliento, preludio de estrofa infinita,
tu risa, un epígrafe de luz tenaz,
y el roce sutil de tu voz bendita
es prólogo y rezo... y juicio, y paz.
Te juro que a veces no entiendo el poema,
y aunque me confundes, lo quiero siempre leer;
porque en tu locura, tu ruina, tu emblema,
yo hallo el motivo más bello: creer.