De los árboles frondosos caen aceitunas,
frutos secos con aceite en el alma;
los cuales me invitan a recostarme,
en la hierba que pinta la calma.
Arrojo el sombrero viejo y harapiento,
abusado por la mordaz travesía;
cual generó una voraz necesidad,
de eternos besos, amor y poesía.
Sediento estoy, oh, ¡qué sitibundo!
en el tétrico desierto resido;
pero no donde riñen los cactus,
sino en la pérdida del sentido.
En cansancio y en plena agonía,
vislumbro de un cisne la silueta;
una figura que palpa la amapola,
con su fulgurante vestido violeta.
Reboté del suelo que me amarraba,
por sus ojos celestes e insondables;
cabello primaveral y almidonado,
¡sus mejillas de cristal venerables!
Se acerca para brindar apoyo,
con manos cálidas y pura cortesía;
su fragancia me elevó al oasis,
de la esmeralda y la grata fantasía.
Me dio agua, pero seguí con sed,
me brindó pan, pero seguí con hambre;
prestó su abrigo, pero seguí con frío,
¡era la seca miel del enjambre!
Nada saciaba la carencia interior,
que me corría hasta el hueso;
hasta que brillaron mis pupilas,
por su flamante e intenso beso.
Sus melifluos labios tocaron los míos,
acariciándolos hasta manosear mi aliento;
produciendo un impetuoso manantial,
donde fluía el deseado sentimiento.
¡Qué torrente diluvio del besucar!
Mi corazón por entero se sonroja;
los nervios se apoderan del idilio,
del terremoto que retumba la hoja.
¡Quédate conmigo, rico néctar!
Ya no importa mi principal destino;
he hallado mi perenne paraíso,
cual hace olvidar mi antiguo camino.
Rechazo mi riqueza y sombrero,
pues mi fortuna es tu cabello;
intercambio la pisada aventurera,
por el boleto a besar tu bello cuello.
Pero te has esfumado por vapor,
¡desapareciste como fantasma!
Empero, recordaré tus caricias,
cual el amor a mi alma plasma.
Tomo mi sombrero, y sigo la vereda,
me llevo amoríos siendo forastero;
mi deleite fue mejor que el romero,
en la tierra donde fui extranjero.