Te vi llegar con otro aroma,
con un gesto nuevo y una risa ajena,
y en tus ojos, que fueron mi idioma,
ya no quedaba ni sombra de pena.
No te juzgué… lo juro, no pude.
Solo conté las grietas del suelo
mientras mi alma, a escondidas, sacude
los restos quemados de aquel terciopelo.
Tus besos, ahora, eran prestados,
tus caricias, copia de las que eran mías;
el amor, disfrazado en actos callados,
ya se vendía en tus noches vacías.
Yo no fui perfecto, ni eterno, ni sabio,
pero amarte… eso sí lo hice en serio.
Y hoy me marcho, sin odio, sin agravio,
solo con el peso del cementerio
de promesas rotas y silencios fríos,
de mensajes que ya no contestabas,
de los días en que tus desvíos
eran excusas que tú misma no creías ni usabas.
No voy a quedarme a mendigar migajas,
ni a ser el segundo plato de tu historia,
mi dignidad no carga más cajas
en la mudanza de tu memoria.
Te dejo libre, como siempre fuiste,
aunque juraste ser de verdad mía.
Ve a buscar la paz que perdiste
en los labios de aquella otra fantasía.
Y si algún día tu alma se despierte,
cuando la máscara pese en tu reflejo,
recuerda que aquí un hombre fuerte
te amó tanto… que eligió alejarme sin despecho.
Yo me quedo con la lección y el silencio,
tú con tus juegos, tus culpas y canciones,
pero en mi pecho… quedó el último lienzo:
la mirada de las mil decepciones.