Le escribo estas palabras no para culparla, sino para dejar ir lo que mi corazón ya no puede soportar en silencio.
No aprendí a hablar...
Aprendí a hacer sonar, como una discreta campana que espera ser escuchada.
No supe decir «te quiero» con grandes frases, no.
Simplemente intenté cuidar de ti,
de mostrarle cada día, a mi manera,
que era una estrella rara,
con un diamante en el corazón, de un brillo infinito.
Quería ofrecerle lo que nadie le había ofrecido:
autenticidad, constancia, paciencia,
un amor sin cadenas pero con raíces.
Pero no supo verlo.
Solo vio lo que temía,
y encontró excusas para huir
de una historia de amor que existía,
pero que nunca tuvo la oportunidad de nacer.
Mi fidelidad era inmensa,
y mi mayor alegría era verte feliz,
verte avanzar, progresar, florecer,
aunque a veces solo fuera un simple reflejo a tu lado.
Hoy, mi alma llora suavemente
lo que no supiste aceptar.
No llora tu pérdida,
sino la ausencia de ese «nosotros» con el que soñé
y que tú descartaste.
No te retengo.
Espero que estés tranquila, satisfecha,
feliz, tal vez, en los brazos de otro silencio
que el mío.
Me pongo en su lugar, de verdad,
pero sentir su ausencia
como una distancia gélida
me hace sufrir más de lo que nunca sabrá.
Adiós,
no con rencor,
sino con el aliento de un amor verdadero
que, a pesar de todo, la seguirá queriendo un poco, en silencio.
Yo.