El borde de la recámara nupcial,
amalgama las islas arenosas en la orquídea;
cual germina en los arreboles de la novia,
esperanzada por el silbido del horizonte.
Frota sus labios con el beso del aura,
ornamenta sus atavíos con las mareas;
se coloca las perlas del undívago follaje,
sobre los pechos de sus nardos almidonados.
Deja ondular sus raíces primaverales,
y se sonroja tímidamente por la oceánica vereda;
pues anhela el advenimiento de su consorte,
quien le prometió la escalera del más allá.
Por la demora del tiempo náufrago,
alista la alcoba para sobrepasar las estaciones;
pues las costas otoñales de sus empeños,
sucumbirán por la tardanza del traje invernal.
Sus ojos entonan con el violín invisible,
avisado por el semblante expectante;
cubierto con las floridas ganas de amar,
y besar al príncipe nevado del mar.
Pero las gaviotas traen una misiva,
escrita con la luctuosa tinta del viento;
cual le anuncia la pesadilla volcánica,
inverosímil para su mirífico sueño.
“Ha pasado un naufragio en altamar,
donde la procela vistió la miel concentrada;
contenida en dos corazones distantes,
preparados para derramarla en la luna del romance”.
Dicha sorpresa conmovió la malva de la espera,
marchitando la piel con sal asesina;
cual produjo una deshidratación en las orillas,
por el infarto del manante río nupcial.
A pesar de la asolada incertidumbre,
la novia abraza la eternidad en el costado del piélago;
decidida a conservar el planchado del vestido,
para impresionar al portador de su futuro linaje.
Le ofrecen una fortuna para abandonar la boda,
pero se rehúsa a recibir el adornado escarnio;
pues su riqueza yace en la lánguida superficie,
en el azulado maremoto del encuentro.
Los años andan en bicicleta,
y la nieve se apodera de los cabellos purpúreos;
las zapatillas pisotean las siluetas del olvido,
en las alfombras inquietas del silencio.
Antes de absorber el beso mortífero,
ordena que caven dos tumbas en la arena;
en la cual esperaría inerte a su prometido,
con los brazos extendidos y sus labios comprimidos.
Tres décadas aguardó su anillo,
cual sostuvo en sus silentes dedos;
y llegando la otra argolla desde el mar,
la entierran en el sepulcro de su amado: el horizonte.