Uriel Josías Feliz Aquino

La novia del horizonte

 

 

El borde de la recámara nupcial,

amalgama las islas arenosas en la orquídea;

cual germina en los arreboles de la novia,

esperanzada por el silbido del horizonte.

 

Frota sus labios con el beso del aura,

ornamenta sus atavíos con las mareas;

se coloca las perlas del undívago follaje,

sobre los pechos de sus nardos almidonados.

 

Deja ondular sus raíces primaverales,

y se sonroja tímidamente por la oceánica vereda;

pues anhela el advenimiento de su consorte,

quien le prometió la escalera del más allá.

 

Por la demora del tiempo náufrago,

alista la alcoba para sobrepasar las estaciones;

pues las costas otoñales de sus empeños,

sucumbirán por la tardanza del traje invernal.

 

Sus ojos entonan con el violín invisible,

avisado por el semblante expectante;

cubierto con las floridas ganas de amar,

y besar al príncipe nevado del mar.

 

Pero las gaviotas traen una misiva,

escrita con la luctuosa tinta del viento;

cual le anuncia la pesadilla volcánica,

inverosímil para su mirífico sueño.

 

“Ha pasado un naufragio en altamar,

donde la procela vistió la miel concentrada;

contenida en dos corazones distantes,

preparados para derramarla en la luna del romance”.

 

Dicha sorpresa conmovió la malva de la espera,

marchitando la piel con sal asesina;

cual produjo una deshidratación en las orillas,

por el infarto del manante río nupcial.

 

A pesar de la asolada incertidumbre,

la novia abraza la eternidad en el costado del piélago;

decidida a conservar el planchado del vestido,

para impresionar al portador de su futuro linaje.

 

Le ofrecen una fortuna para abandonar la boda,

pero se rehúsa a recibir el adornado escarnio;

pues su riqueza yace en la lánguida superficie,

en el azulado maremoto del encuentro.

 

Los años andan en bicicleta,

y la nieve se apodera de los cabellos purpúreos;

las zapatillas pisotean las siluetas del olvido,

en las alfombras inquietas del silencio.

 

Antes de absorber el beso mortífero,

ordena que caven dos tumbas en la arena;

en la cual esperaría inerte a su prometido,

con los brazos extendidos y sus labios comprimidos.

 

Tres décadas aguardó su anillo,

cual sostuvo en sus silentes dedos;

y llegando la otra argolla desde el mar,

la entierran en el sepulcro de su amado: el horizonte.