Cuando el zafiro etéreo, transmutando
la efímera quietud del occidente,
desgrana su esplendor incandescente
en cúspides que yacen expirando;
un ánima silente, bordeando
los límites del piélago inclemente,
asciende por la roca omnipresente,
sus íntimos pesares desgarrando.
Ni el águila en su vuelo alcanzaría
la altura donde el ser, transfigurado,
trasciende la mortal melancolía;
mientras su sino acerbo, transformando
el férreo designio del pasado,
se funde con el véspero menguando.