Te marchas, hija mía, y con tu paso
se fragmenta mi ser en mil arcanos,
te lleva la rutina en su regazo
y yo me quedo huérfano de manos.
La puerta se entreabre, y ya presiento
la orfandad de tu risa en la alborada,
te vas al aula, al mármol del convento,
y yo al calvario gris de la jornada.
No es lejanía, es luto momentáneo,
la herida diminuta del horario,
pero sangro, cual lirio centenario
al que el sol abandona por engaño.
Mi café, sin tu voz, sabe a condena,
y el reloj me golpea sin clemencia,
llevo tu nombre escrito en cada vena,
padezco con afectada elocuencia.
Oh, qué tragedia ínfima, silente,
la tuya, que te aleja sin remordimientos,
dejando a este titán indiferente
a los correos, cifras y portentos.
Yo finjo compostura en el despacho,
firmo papeles con laurel fingido,
pero en mi alma danza el mamarracho
de un padre de sí mismo resentido.
Me basta imaginar tu voz dormida,
para llorar detrás del archivador,
te has ido por seis horas, bendita huida,
y ya he compuesto tres odas de dolor.
Volverás, claro, con tu canto breve,
con tu mochila llena de universos,
y yo, torpe Quijote que se atreve,
te recibiré con mil versos dispersos.
Más no te burles, flor de mi locura,
que aunque el tiempo se cuente por segundos,
tu ausencia es una forma de tortura
que sólo entienden los padres fecundos.
Así me quedo, ilustre y derrotado,
por una despedida sin tragedia,
pero con el corazón desorbitado
y el alma hecha pedazos de comedia.