Ayer dijiste que ya no podías seguir,
que lo intentaste, que me supiste amar,
pero que ya no eras feliz,
y que lo mejor era soltar.
Sé que dolía, porque al decirlo
se quebró tu voz y lloraste un poco.
Yo no, no lloré ni un instante,
quizás porque yo ya estaba roto.
O pudo ser el miedo a la oscuridad,
cuando el mundo cruje y no hay claridad.
Te ibas, y sentí el vacío del abismo,
como un niño sin la mano de mamá.
Guardaste tus cosas, y fuiste tan noble
que dejaste la cena preparada.
Compraste lo justo para la semana
y escribiste algunas instrucciones.
Antes de irte, preguntaste si algo
pendiente quedaba,
si algo más necesitaba de ti.
Respondí que sí, con voz baja:
“Por favor... reza por mí.”