En la plaza arden antorchas viejas,
los ojos juzgan, la lengua no reza;
y en cada esquina, la historia se quiebra
bajo el silencio de alguna promesa.
Los lapidados caminan sumisos,
con fe en cadenas, de rostros vacíos;
repiten rezos con labios partidos,
temiendo al fuego, temiendo al castigo.
Los herejes, sucios de luz prohibida,
con cicatrices talladas por vida,
se ríen fuerte, burlando la herida,
y abrazan sombras con alma encendida.
Uno es refugio, el otro es abismo,
uno es castigo, el otro es sí mismo.
Y yo, entre ruinas, decido el hechizo:
prefiero el riesgo que el falso bautismo.
Pues si callar es salvar la apariencia,
yo grito alto mi propia sentencia.
No quiero tronos ni santa indulgencia:
yo elijo el fuego… con toda conciencia
.