I
En la cima donde sangran los relojes,
el tiempo cuelga como un cuerpo sin nombre.
Los ángeles —de espaldas—
no respiran.
El día se esconde
en los pliegues de un susurro eterno.
II
El cielo se quiebra como vidrio sagrado
y una lágrima de Dios
desciende entre los huesos de la tierra.
No hay viento.
Solo la mirada detenida
de un universo que ya sabe
lo que ha perdido.
III
Las bocas se cosen con hilos de incienso,
el aliento cuelga del madero
como un fruto a punto de caer.
Y los cuervos, testigos ciegos,
esperan que el silencio
termine de morir.
IV
Cada clavo es una campana muda,
cada espina una pregunta sin eco.
Las sombras no invaden,
se postran.
La muerte, perpleja,
se arrodilla ante el misterio.
V
La sangre escribe salmos en el polvo,
una cruz flota entre el polvo de los siglos,
y en lo alto,
el Verbo calla.
Pero su silencio es semilla,
y el Gólgota, huerto.
VI
Allí, donde el mundo contuvo el aliento,
brotó el silencio que da luz a los justos.
No fue un fin,
sino un umbral de fuego:
el instante en que Dios
se hizo ceniza para volverse aurora.
JUSTO ALDÚ
Panameño
Derechos reservados / abril 2025.