Hay nombres que no se dicen,
por miedo a que el viento los quiebre,
por miedo a que, al nombrarlos,
se rompa el hechizo de lo incierto.
Tú
te pareces al principio de algo
que nunca se escribe del todo,
como un cielo que amanece dudando
si llover o incendiarse.
Amarte
es amar al clima que nunca obedece:
un día me envuelves con vientos cálidos,
al otro me arrojas a la intemperie del frío.
Y aun así,
sigo abriendo las ventanas.
Eres esa neblina que no llega a niebla,
pero no deja ver.
Y aun sin forma,
me impide despegar.
El sol que apenas calienta lo justo,
y luego se esconde tras las nubes
como si fuera un juego.
He intentado no pensarte,
como quien ignora el cielo gris
esperando que no llueva.
Pero el cielo, como el alma,
sabe cuándo la lluvia está por caer.
Estás.
Como la presión en la atmósfera antes del rayo,
como el silencio extraño que anuncia el vendaval.
En los bordes de mis días,
en los rincones donde hasta el viento duda en entrar.
No sé si eres pronóstico o presagio,
si viniste a destruirme,
o a recordarme que incluso las tormentas
pueden traer calma.
Pero sé que algo en mí se eleva cuando apareces,
como bruma alborotada por el viento,
como el rocío que el sol levanta sin aviso.
Y si esto no es amor,
que lo niegue el cielo cuando llueva.
Pero si lo es,
que no cese, ni siquiera con el alba.
Porque tú eres
la tormenta que me abate sin abrigo,
el trueno que habla cuando me quedo sin voz,
la estación que no existe,
pero que nace
cada vez que pienso en ti.