El frío mordía el aire, un día gris, sin promesa.
Y entonces, tú.
Una epifanía salina, perla inesperada en la monotonía.
Querer hablarte era una vieja sed, un anhelo callado.
Ahora, tu voz… no simple sonido, sino textura.
Terciopelo líquido, seda sonora desprendiéndose.
Una caricia audible que desafía la física,
elevándome sin alas, flotando en la ingravidez del diálogo.
Tu cabello, la noche misma destilada en hebras.
Profundidad oscura donde la mirada se extravía,
voluntariamente emboscada en el deseo.
Mis ojos, ladrones de instantes, perpetran besos invisibles,
mil asaltos silenciosos a tu imagen.
Temor absurdo: ¿que acaso no se besa también con la mirada?
Paradoja cruel: la distancia más íntima, la pupila voraz.
Esta melodía que emana de ti, ¿es real o un espejismo auditivo?
Una fuga de Bach en la cotidianidad ruidosa.
Me pregunto si las palabras que escucho son las que dices,
o si mi anhelo las reviste de una magia prestada.
Ironía sutil: buscar la verdad en la belleza palpable.
¿No es acaso la más bella mentira la que más se parece a la verdad?
Así, en este juego de luces y sombras verbales,
me entrego a la ilusión consentida.
Porque, al final, la perla hallada en el día frío
quizás sea solo un reflejo de mi propia carencia,
una proyección brillante sobre el lienzo opaco del mundo.
Y la paradoja final: encontrar consuelo en una posible quimera.
JTA.