Que me vea morir
Si muero y mi perro aún respira,
que no me oculten del temblor de su hocico;
que me vea —inmóvil,
pero aún suyo—,
como quien no elige irse,
sino a quien el destino arrastra sin aviso.
Que huela mi mano dormida,
que escarbe con su lengua mis dedos ya sin voz;
que llore sin entender del todo,
pero comprenda lo esencial:
que no lo abandoné.
Porque él sabrá…
los perros saben.
Saben que el silencio no es olvido,
sino ausencia irreversible.
Y merecen la verdad,
no el misterio cruel de quien no vuelve
ni deja una señal.
No quiero que espere en la puerta,
ni que ladre a la sombra del viento,
ni que sufra preguntándose
si dejé de amarlo.
Que me vea.
Que mi cuerpo le confirme
que fui suyo hasta el último aliento.
Que su amor tenga cementerio,
y no un limbo de incertidumbre.
Yo, que sé lo que es perder sin despedida,
no haré eso al único
que me amó sin condiciones,
sin relojes, sin razones.
Mi último acto de lealtad será dejarle el dolor
en vez de la duda.
Porque el dolor se va…
pero la espera,
la espera mata más lento.