No lo arranqué del surco, no hice trampa,
no le ofrecí ni jaula ni diadema,
se vino solo, harto de ser emblema
de jardines de sombra y flor que estampa.
Y yo, Corbán, con alma ya sin lampa,
le di mi barro, libre de anatema,
y en mi baldío halló su flor suprema
la luz que no mendiga, pero acampa.
No es mío por decreto ni con sello,
ni por ley, ni por voto, ni por cura;
es mío porque quiso, sin censura,
regalarme su sol desde su cuello.
Me mira con desprecio tan bello,
con altivez que besa y que tortura,
y yo, que soy experto en compostura,
me pierdo en su desprecio sin destello.
Le dicen flor, y ríe con hastío,
pues la alabanza ajena le fatiga,
deshoja ruiseñores si la intriga
su canto falso envuelto en desafío.
Desprecia el oro, el mármol, el estío,
y busca en mi desdicha la barriga
donde hundir su raíz, y aunque me obliga
al luto, yo la riego con mi frío.
Nos pertenecemos sin pertenencia,
sin contrato, sin marca, sin castigo;
ella es mi flor sin poda ni abrigo,
yo soy su sombra, su terca querencia.
Y aunque el mundo nos juzgue con dolencia,
con moral de invernáculo y abrigo,
nos reímos: ¡tan bello es ser testigo
del amor que no exige penitencia!
Y así seguimos, rota y decidida,
ella en su órbita gris, yo en mi calvario,
besando su desdén tan necesario
como el duelo a la herida no vencida.
Yo soy la tierra estéril, descreída,
y ella el sol invictus, mi relicario;
se adora más aquello voluntario
que florece en la pena compartida.