Mire usted,
no se me escape de esto que voy a decirle,
yo no vengo con promesas ni con flores,
ni le voy a llenar el aire de palabras dulces
como quien adorna una trinchera con margaritas.
Vengo así,
con las manos vacías
y el corazón a medio curar,
pero dispuesto a escucharle las tormentas
aunque no entienda ni una gota.
No la voy a invitar al abismo,
ni al cine,
ni a mi cama.
Sólo le pido una migaja de azar,
una mínima ficción compartida,
la más minúscula estadística
de que algo pudiera
—eventualmente, quizás, quién sabe—
detonar.
No se asuste si salgo corriendo,
es solo mi modo de quedarme.
Los cobardes también aman,
pero lo hacen desde la vereda de enfrente,
fumando la duda
y saludando desde lejos.
Estoy aquí,
oyéndola hablar de la vida,
de sus gatos,
de sus broncas con el mundo,
como un idiota que espera
que el viento le guiñe el ojo.
No le ofrezco amor,
le ofrezco la posibilidad remota
de un incendio
que ninguno de los dos
se atreva a apagar.