Se arrodilló el Maestro,
sin corona ni trono.
Tomó la toalla y el agua
como quien toma el cielo
para ponerlo en los pies.
Uno a uno, los miraba
con ternura y sin juicio.
No lavaba la suciedad:
lavaba el orgullo,
la prisa,
el poder.
Y en cada gesto humilde,
iba diciendo:
—Así se ama.
Dando respeto.
Desde el alma a pies cansados y agrietados.
Como los suyos….
El lavado de los pies. El huerto y la copa. El beso y la traición. La cruz y el silencio. La piedra y la espera. El alba y la herida abierta siguen la secuencia en el tiempo del sublime sacrificio.