Miro el desamparo en el cemento,
suelos vencidos, astronautas a la deriva
de sus atmósferas grises, colapsadas de carbón.
Corazones de mimbre
descansan rotos en las aceras,
ojos desgastados por la tristeza
que se cuela entre los párpados.
Paredes, vencidas por los años,
se desmoronan sin testigos.
La gente, distraída, no las ve.
Entre callejones húmedos,
ángeles extienden la mano
por unas monedas que les compren el cielo.
Mujeres de mirada punzante,
hombres altaneros sin raíz.
Candelas opacas titilan en la noche,
silban grillos,
galopan las sombras entre esquinas rotas,
gritan las ventanas sin voz.
Y mientras todos duermen o fingen dormir,
amanece en la distancia otro día:
de monotonía,
de alevosía disfrazada de rutina,
en los escalones altivos de edificios
que presumen su arrogancia
ante la montaña que nunca habla,
pero siempre está.
Creen tocar el sol…
Cuidado el sol no se deja tocar sin consecuencias.
Yo marcho en dirección contraria.
Porque quien resiste, florece.
Haz de hierro tus palabras
ante los alambres temblorosos del mundo.
Que tus pasos golpeen con certeza,
que tus piernas no duden ante las ráfagas,
que la brújula no tiemble bajo la tormenta.
Y que tu voluntad alta, callada, feroz
sea admirada por los astros
como a un viajero
que aprendió a flotar
en su propio vacío.